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Si hay algo por lo que desataca, sobre otras muestras artísticas, el formato del celuloide es porque sus obras las conoce desde el panadero de la esquina a la señorona que compra pieles de diseño en la calle de Serrano. El poder de expansión de los fotogramas en movimiento nunca ha entendido de fronteras –ni intelectuales ni de cualquier otro tipo-; motivo por el que los títulos que han pasado por el objetivo de una cámara suelen sonar a todo bicho viviente. Y más si se trata de dos largometrajes clásicos, de directores míticos y actores que ya son considerados iconos –en su gran mayoría- de un pasado portentoso, ensamblado con la genialidad de personas que comprendían la naturaleza del showbusiness como mezcla equilibrada de entretenimiento y profundidad temática, sin renunciar a casi nada por el camino.
Dentro de los hitos a los que hace referencia el primer párrafo, Crimen perfecto y La caída de los dioses forman sin lugar a dudas parte de la leyenda del mejor séptimo arte de los últimos sesenta años.
Aunque originalmente proveniente de los escenarios británicos, el libreto de Crimen perfecto (escrito por Frederick Major Paul Knott a comienzos de los cincuenta) fue dos temporadas después de su estreno carne de guion, en las manos de Alfred Hitchcock. El cineasta compatriota de Shakespeare elaboró, con la historia del también responsable de los argumentos de Sola en la oscuridad (Terence Young, 1967) y Mujeres en Venecia (Joseph Leo Mankiewicz, 1967), una película (Dial M for Murder) que cosechó el favor masivo de crítica y público; en parte por su excelente reparto compuesto por Ray Milland, Grace Kelly y Robert Cummings.
Por su lado, La caída de los dioses se ha convertido con el tiempo en una de las visiones más ácidas e inteligentes de cuantas se han llevado a cabo sobre la sociedad que aupó a Hitler al poder, la de la República de Weimar. Realizado en 1969 por uno de los maestros de la elegancia cinematográfica de índole aristocrática –Luchino Visconti-, el filme fue el comienzo de la denominada trilogía alemana en la senda curricular del creador italiano, un tríptico psicoanalítico que completaron la etérea Muerte en Venecia (1971) y la deslumbrante Ludwig (1972). Como en los dos posteriores largos, el filmador transalpino introdujo su bisturí visual con precisión de laboratorio; lo que le permitió en La caída de los dioses viajar a través de las aristas de una adinerada familia teutona, cuyos miembros se destrozaban mutuamente mientras las esvásticas oscurecían el paisaje de la tierra de Goethe.
Con tal dueto de trabajos, la programación teatral de la Villa y Corte pretende animar los templos de las declamaciones a viva voz, y de la bohemia con punto de fuga en los fondillos falsos del cartón piedra y las cortinas amuebladas, demostrando que la imagen grabada puede ser perfectamente adaptable a los márgenes de un escenario.
El Teatro Reina Victoria es el encargado de acoger en su sala la adaptación que comanda Víctor Conde de Crimen perfecto. Sin embargo, el elenco interpretativo y técnico estaba de sobra familiarizado con el texto de Knott al recalar en la ciudad del Oso y el Madroño. La razón de tal afirmación estriba en que esta versión de lo expuesto por Alfred Hicthcock en su célebre cinta ya la montaron el pasado 4 de febrero de 2011 en el Teatro Principal de Alicante, con Elena Furiase y Jorge Sanz como cabezas de cartel. Sanz continúa en el papel del maquiavélico Tony Wendice en esta aventura madrileña; aunque Furiase ha dejado su sitio como la aparentemente ingenua Margot Mary a María Castro. En cuanto a lo que narra la obra, las líneas dramáticas siguen la acción de un marido que, cansado de vivir a la sombra de su esposa, decide acabar con la existencia de la mujer. Conde afirma en casi todas las entrevistas que ha tenido muy presente el trabajo del responsable de La ventana indiscreta; pero, seguramente, tampoco le habrá pasado desapercibido el remake de Andrew Davis de 1998, con Michael Douglas, Gwyneth Paltrow y Viggo Mortensen como protagonistas. La oportunidad de ver esta llamativa escenificación comienza este 9 de septiembre, y finalizará el próximo 30 de octubre.
No muy lejos de la calle en la que se levanta el Reina Victoria, las Naves del Español del Matadero de Madrid portan estandartes totalitaristas de la mano de Tomaz Pandur, todo con la intención de construir el fresco al borde del manicomio colectivo -y de violencia generalizada- que supone La caída de los dioses. Con la novedad de incorporar un personaje que hace las veces de director (al que pone físico Emilio Gavira), el veterano montador desgrana los vicios de los Essenbeck, mientras los actos más delirantes se suceden en el escenario al ritmo de las teclas del piano de Ramón Grau. En ese ecosistema de inevitable dolor coral, Pablo Rivero toma el relevo del inolvidable Helmut Berger (aún en la actualidad se recuerda su escena travestido como Marlene Dietrich o su faz psicótica encuadrada en su mirada); a la par que Belén Rueda hace lo propio con la parte que encarnó en la pantalla grande la excelente y verosímil Ingrid Thulin.
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