Van Gogh y Corot convierten al Museo Thyssen en la casa de la pradera del Realismo
Una noche estrellada de no importa qué fecha, el agua del río que pasa cercano al bosque de Fontainebleau explotó en azules vaporosos, mientras las plantas conversaban entre ellas sobre la orgía de verdes y amarillos, que amenazaban con fundir los estambres de sus compañeras las flores. La serenidad del ambiente se tornó por momentos en una vasija parturienta de colores y formas, y sólo ocurrió durante un instante: un rescoldo de eternidad robada a la esfera de los relojes urbanos, que únicamente eclosionó en las retinas de algunos pintores (testigos privilegiados de la metamorfosis de la Naturaleza).
Tales sensaciones de ocres y añiles habrían quedado olvidadas por el tiempo (irrepetibles en su inmensidad) de no ser por el empeño de un grupo de artistas, que salieron al campo a buscar sus musas. A esos exploradores de la belleza primigenia, y aislada de los corsés de los estudios, es a los que el Museo Thyssen-Bornemisza dedica la exposición titulada Impresionismo y aire libre. De Corot a Van Gogh, trabajo de mesa alargada que la institución aposenta en su inmueble de la Villa y Corte hasta el próximo 12 de mayo.
Siete son los elementos que resumen tan ecológica y realista muestra, en la que se rinde tributo de paleta al cambio en la manera de entender la plástica generado en las varices del siglo XIX, a la evolución en el pensamiento humano a través de la horma de los lienzos. Ese cruce de destinos lo contemplaron con ojos de pez los representantes del memorístico Neoclasicismo y los revolucionarios de las técnicas de canvases en los caminos (aunque en bandos contrarios). Y de esa lucha por avanzar, los soñadores callejeros salieron victoriosos; señores de cuadernillo y acuarela que en cuanto tuvieron armazón de pliego filosófico devinieron en bautizarse como impresionistas.
El experto Juan Manuel López Manzanares (comisario de la exhibición) ha sido el encargado de traducir en imágenes tan suculento recorrido de atmósferas oleosas, donde el visitante tiene las junturas de un pastor de boina calada; o las arrugas de un segador, con el sol de la tarde quemando su espalda, curtido por los sabañones y las madrugadas de gallo de granizo y filete de escarcha.
Aunque, la experiencia supuestamente pacífica que se atisba en el interior del museo no refleja en toda su crudeza las dificultades que sufrieron en su momento los pioneros de los pigmentos concitados, quienes tuvieron que subirse literalmente a las barricadas de un alzamiento (el del París en llamas de 1848) para derrumbar los pilares de las tradiciones. Acto necesario con el que adquirieron consideración al montar su caballete en las esquinas, congraciado con la luz que se filtraba entre las nubes, y hermanado con las margaritas pedigüeñas de amores (im)posibles.
Esto fue así porque en esas postrimerías de la centuria del 1800 -de la que se nutre la propuesta del inmueble vecino del Prado-, los que se dedicaban con cierta fama y nombre a la profesión de los pinceles veían con la mirada de la vulgaridad cualquier insinuación de abandonar su torre de marfil (normalmente asociada a un atelier de concurrencia exclusivista). Algo explicable en un planeta en el que la calidad de una obra se asociaba con los alambres de la reproducción artificial, siempre según los criterios del autor y nunca mancillados por la espontaneidad de la vida cambiante.
Tuvo que desembarcar en la urbe del Sena una selección de los paisajes del británico John Constable (hecho acaecido en 1824) para que las mentes de los que estaban cansados de seguir las consignas de Delacroix y Géricault despertaran, y tomaran nota de las posibilidades que les ofrecía el exterior y la realidad misma que les circundaba. Semejantes paradigmas de existencia activa allanaron el camino para la aparición de la estimulante Escuela de Barbizon (1830-1870): academia que, al calor de sus fundadores (entre los que destacaron Théodore Rousseau, Jean-Baptiste Camille Corot, Jean-François Millet y Charles François Daubigny) y de los estigmas deudores del enérgico Pierre Henri de Valenciennes, sentó las bases para que crecieran en sentido absoluto las aventuras de campo y hierba, de nenúfares y rododendros, de olivos y encinas, de pinares y acacias… Y potenciar con su desapego por el control el alumbramiento de maestros como Vincent van Gogh, Claude Monet, Joaquín Sorolla y Bastida, Paul Cézanne y Ferdinand Hodler.
Al final, las vanguardias del siglo XX acabaron con la necesidad de los genios por capturar sus diablos escénicos a ras de cielo; pero siempre existirá alguna que otra noche estrellada en Fontainebleau…
Más información, entradas y horarios en http://www.museothyssen.org/microsites/exposiciones/2013/airelibre/