Ramón Barea recibe el premio de artes escénicas con la barba crecida
Un “romance de lobos” debió entonar su canto fúnebre a través de las venas del actor bilbaíno, cuando éste escuchó la llamada que le vestía con los honores del Nacional de Teatro (concedido por el Ministerio de Cultura y el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y la Música). Al tiempo que la “cara de plata” probablemente se arrastró hasta su faz, para amortiguar la presencia bestial del “Juan Manuel Montenegro” de las pellizas y los tatuajes pectorales. Ramón Barea ha tomado el testigo de su compañera Blanca Portillo (galardonada en 2012) subido a las tablas del madrileño Teatro Valle-Inclán (Calle de Valencia, 1.- Plaza de Lavapiés); arropado con los apliques ojerosos de los trabajadores incansables, y la resaca de los ensayos pasionales.
En el universo de este intérprete sin censuras expresivas (ha hecho tanto cine, como televisión y dramaturgia), la casualidad de que la concesión del premio le coincidiera con los preliminares de un estreno no es más que simple coherencia profesional. A la vez de suponer para los espectadores una oportunidad de observar las intensas hebras con las que el vasco hila cada una de sus caracterizaciones. Un tapiz que en la actualidad toma cuerpo bajo el título de Montenegro, pieza de asfixia coreográfica con la que el amigo de Imanol Uribe y Pablo Berger estará presente -en el mencionado coliseo capitalino- del 29 de noviembre al 19 de enero de 2014.
La pesadilla como motor audiovisual
Don Ramón María del Valle-Inclán (Villanueva de Arosa, 1866- Santiago de Compostela, 1935) vertió ácido sulfúrico en las páginas de Las comedias bárbaras (Águila de blasón, Romance de lobos y Cara de plata); y con este extenso mural compuso uno de los baluartes de la literatura simbólica, un ejemplo casi sobrehumano diseñado por diálogos de ultratumba y maldiciones espectrales.
Es difícil, por no decir bastante complicado, llevar a la escena la completitud de tal trilogía telúrica (sobrecogedora como una sesión alargada de los aquelarres de las brujas de Macbeth); motivo por el que el veterano director Ernesto Caballero ha optado por el recurso de las narraciones evocadoras, viñetas ateridas con espeluznantes flashbacks hacia pretéritos de fuegos infernales. “Nuestra visión arranca con las primeras escenas de Romance de lobos; cuando El Caballero, atormentado por la culpa y los funestos presagios de muerte, decide embarcar con destino a Flavia Langa, donde acaba de fallecer su esposa, Doña María”, explica el responsable del montaje, en la página web del Centro Dramático Nacional.
La sucesión de horrores marca el argumento de Montenegro; líneas de oralidad dolorosa, desde cuyos surcos de tinta se excarcelan los demonios interiores de una familia feudal procedente de la antigua Galicia. Un grupo de marionetas abocadas a la autodestrucción, entre las que sobresale la presencia sombreada del primigenio y visceral Caballero: personaje que cae en las manos del distinguido Barea.
El protagonista norteño se mete de lleno en el esqueleto de su papel; un señor con barba de nómada desmadejado, capaz de las acciones más depravadas y delirantes. Todo con el objetivo de materializar un delirante cosmos esperpéntico, del que Valle-Inclán sustrajo la savia de una jungla de corazones partidos por la desidia, diálogos con silencios atronadores, gritos de cólera contra la incomprensión de la naturaleza, y violencia con sangre de ansias vitales al filo de los abismos.
La esperanza en la redención, ese sentimiento tan necesario para el intelecto activo, está ausente a lo largo de las cerca de tres horas que dura la agonía de estos individuos marcados por la condenación eterna. En su puesto, la ansiedad por librarse del malditismo une a la galería del conjunto de mendigos y nobles (ambivalencia constante y voluntaria) que pueblan el decorado: mapa físico que conforma la fauna de oscuridades efectivas omnipresentes en Montenegro.
“Yo lo veo como un colosal monumento dramático que parte de las sagas heroicas de la tragedia griega, se detiene a beber en fuentes lopescas y shakespereanas; y al final, tras recoger algunos postulados de la ópera wagneriana, termina prefigurando ese género creado por el propio don Ramón que conocemos como Esperpento”, aclara Caballero.
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