Kundera se burla de la realidad
Milan Kundera termina su última obra, “La fiesta de la insignificancia” (Tusquets la publicará en español el 2 de septiembre). Una narración coral que pone fin a cuatro años de silencio editorial.
El crepúsculo sepultó los párpados del profesor Gustav von Aschenbach con pinceladas de deseo y eternidad, mientras el joven Tadzio se perdía en la inmensidad pletórica de un adonis demacrado.
Con estos trazos incluidos en Muerte en Venecia, de Renacimiento traicionado por la modernidad y el cambio, Thomas Mann ilustró su despedida del Arte, su divorcio pactado con respecto a los cánones de perfección arenosa, y a las cinceladas marmóreas de titanes anímicos.
Milan Kundera (Brno, República Checa, 1929) no llega a límites tan dramáticos como los materializados por su colega teutón.
Aunque en su última novela, La fiesta de la insignificancia (que saldrá a la venta en España el próximo 2 de septiembre de la mano de Tusquets, y con la traducción de Beatriz Moura) hay también muchas sensaciones de ruptura y abandono.
Entre las letras -borrachas de desapego- del intelectual checo se puede saborear un aliño de adioses burlescos, satíricos y dolientes.
Una letanía de humores resecos que marca las páginas de ese teatrillo del absurdo existencial, bautizado como La fiesta de la insignificancia: retrato polisémico, inspirado en sus callejones derruidos por el gran Franz Kafka.
Pese a ser ciudadano francés desde hace algunas décadas, y tras haber tenido que exiliarse de su nación de origen por desafectos políticos y filosóficos, el responsable de La insoportable levedad del ser echa el cuerpo fuera de las armaduras y los resguardos literarios, para exhibir -con la sonrisa de los maquillajes agrietados- la incoherencia contemporánea, constantemente ametrallada por los tropezones de los llamados terrícolas.
KUNDERA SE ACERCA A LA MUERTE DE LA NOVELA
En un universo racional, las historias tejen las hebras de las narraciones, como si elaboraran una tupida prenda con la que resguardar del frío mundano las ilusiones inconfesables de los lectores, los sueños derivados de la insatisfacción, o las idealizaciones necesarias en un cosmos imperfecto (tanto en su forma, como en su contenido).
Frente a esa misión de guía cual Virgilio en La Eneida, Kundera tira en cierta forma la toalla; y compone en siete piezas un texto que juega sin compasión alguna con el mensaje del nihilismo universal.
Los personajes que pasean por los segmentos de La fiesta de la insignificancia huelen a marionetas sin concierto, muñecos exentos de decisión alguna manejados al compás caprichoso de un invisible hacedor de palabras: un señor de estrecha manga, que les golpea con el endurecido bate de la realidad imaginada.
No en vano, el volumen comienza con una metáfora esclarecedora sobre el ombligo y su poder de seducción. Un elemento anatómico que bien puede asociarse con los hombres y mujeres de los siglos XX y XXI, vistos como autómatas insignificantes dentro de la escala de valores eternos.
El progreso se convierte así en un fantasma con el que es fácil engañar a los incautos; y las figuras clásicas de los maestros de la mentira, como lo revela la aparición de Stalin, refuerzan la cacofonía existencial en la que ha caído –según se desprende de la narración de Kundera– la humanidad.
La eléctrica prosa del writer de La broma (del que Tusquets editó el pasado mes de junio su penúltima obra, La vida está en otra parte) alimenta su canto dramáticamente cómico con los renglones herrumbrosos de Kafka, la fatalidad irremediable de Nietzsche o el desparrame vertiginoso de Rabelais.
Caudaloso río de musas acuosas que sirven para apuntalar un libro de adioses sin amarguras, de desánimo sin artillería belicosa, de calma sin rebeldes consignas…
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