Hernández nunca cesa
Un siglo apenas es nada. Hace poco tiempo, el luciente sol de Orihuela acompañaba en la soledad del monte a un joven Miguel Hernández (1910-1942); mientras el ganado escuchaba las añoranzas de un poeta insigne, de un pensador excepcional al que la sinrazón de los totalitarismos intentó amordazar, al que los consignatarios del franquismo torturaron hasta lograr que su espíritu escapara del cuerpo, hacia ese lugar de incierta inmortalidad en la que convivirá con Alberti, García Lorca y, por qué no, con Dante y Virgilio.
El autor de El rayo que no cesa, la voz del pueblo herido por la fuerza de la metralla, de los hermanos desollados tras engrosar bandos irreconciliables por un odio insondable, murió hace ahora cien años, en un penal al que su resistencia libertaria había llevado. La fortaleza física le abandonó, pero no su genialidad sin límites.
De una erudición trillada con la intuición terrenal, Hernández nació pobre y feneció millonario en palabras. Aunque el suyo fuera un aprendizaje más deseado que facilitado. Pastor en su juventud e infancia, la afición por la literatura le vino de la mano de un canónigo de su ciudad natal, que le inició y alentó para que escarbara en los versos de los clásicos. Ahí nació el amor de Miguel por encadenar palabras, composiciones que desde muy temprano lograron el reconocimiento internacional.
El hombre acecha, Cancionero y romancero de ausencias, Viento del pueblo o Perito en lunas Perito en lunas son partes imprescindibles de la intensa producción creativa de este hombre, de naturaleza débil y espíritu titánico. Su partida al Más Allá es estos días una excsua para acercarse a una de las figuras más importantes de la literatura española y universal, en la que destacó su humanidad constante y su necesidad por convertirse en altavoz de la desesperación de sus congéneres (sin nacionalidades ni ideales políticos de por medio).
Numerosos actos institucionales se han programado con motivo de la celebración del centenario; aunque, quizá, el mejor homenaje que se le pueda hacer a Miguel Hernández sea el de coger uno de sus libros y, en la quietud del silencio y aposentados en la España que tanto le dolió, reconocer la emoción que cada una de sus rimas sigue causando… a pesar del tiempo transcurrido.