Ernesto Sabato silencia su diálogo con la humanidad

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El autor bonaerense falleció a los 99 años, el pasado 30 de abril
El autor bonaerense falleció a los 99 años, el pasado 30 de abril

Cuando la realidad quema sus naves del misterio, en una hoguera de sustanciales visiones que intoxica la conciencia de hombres y mujeres, es el momento en que surgen como estiletes las palabras de este insigne escritor argentino, que desgraciadamente emprendió el camino hacia la inmortalidad el pasado 30 de abril, encerrado en su casona de soledades y quebrantos situada en una conocida barriada de Buenos Aires.

Ernesto Sabato (Rojas, 1911- Santos Lugares, Argentina, 2011) fue un hombre de su tiempo, sin por ello perder la capacidad para emocionarse pese a la desilusión continua. Su literatura, compuesta por círculos concéntricos en los que el autor rinde tributo a unos congéneres que se alejan constantemente de las utopías e idealizaciones, es de las que ahondan en la herida de la pérdida de los referentes intelectuales y artísticos, de las que hunden su lanza en la carne carcomida de  un simbolismo neurótico, difícil de vislumbrar si no es con la ayuda de la mente de alguien cercano a las grandes cuestiones metafísicas y morales.

Hombre de fuertes inclinaciones existencialistas, Sabato gozó de una naturaleza luchadora y libertaria; un espíritu que le llevó a abrazar posicionamientos extremos como el anarquismo juvenil o el comunismo menos mediatizado. Sin embargo, la guerra declarada por combatir el adormecimiento nihilista en sus hermanos fue lo que siempre impulsó el cerebro creativo del Premio Cervantes de 1984, incluso mucho antes de que este adoptase la profesión de escritor como leitmotiv de sus horas frente a las cuartillas de papel en blanco.

Quizá, si hubiera que resaltar una característica de su novelística esta sería la de la búsqueda incesante por hallar el significado de la vida. Tal obsesión llevó a don Ernesto a frecuentar en sus primeros años de explosión intelectual los laberintos controlados de la ciencia; campo en el que se doctoró en la especialidad de Física, en 1943. Pero la frialdad de un pensamiento completamente analítico era insuficiente para el argentino, que pretendía explicar el milagro de la savia que provoca que los hombres y mujeres interpreten el arco vivencial. Esa fue la causa por la que Sabato fue apartándose de los razonamientos encorsetados y las fórmulas organizadas en componentes, para adoptar una visión más global y mucho menos susceptible de ser encerrada en los márgenes normalmente definidos de las matemáticas aplicadas.

Las eternas preguntas sin respuesta planteadas por los hijos de Adán y Eva desde la creación del mundo se convirtieron de esta manera en los motores que inyectaron de gasolina la mente artística del autor, quien se propuso seguir la senda narrativa desarrollada por genios de la talla de Dostoievski, Kafka, Proust o Camus. Fruto de esas indagaciones sobre la esencia del alma, fue creciendo la producción impresa del casi centenario bonaerense; con títulos tan impactantes como El túnel, Sobre héroes y tumbas, Abbadón el Exterminador e Informe para ciegos. En estos libros, el amigo de los pintores Óscar Domínguez y Wilfredo Lam –y admirador de su compatriota Jorge Luis Borges– desbordó su universo, construido a base de contradicciones y de sueños entrecomillados, volcados en su mayoría en la cuneta de la decepción.

De costumbres sencillas y liturgia poco dada a la vanidad -la misma que suele traer aparejada la admiración de miles de lectores en diversas lenguas planetarias-, Ernesto Sabato deja huérfanas las letras en español, en una semana en la que la figura de Cervantes se erige como el salvador de las frases teñidas de imaginación y surcadas por renglones robados a la faz menos dogmatizada de la psique de los terrícolas.

Las páginas mecanografiadas por este latinoamericano ilustre e inconmensurable serán las que, desde ese fatídico 30 de abril, hablen a partir de ahora por boca de un literato que con su individualismo profetizó los temores -y los padecimientos- de los seres que demandan de la rutina diaria un poco de paz: un remanso de esparcimiento en el que por fin atender las necesidades de su propia naturaleza, siempre denunciando la castración totalitarista de cualquier tipo. De esta forma,  la narrativa de don Ernesto portará por los siglos de los siglos la bandera de la libertad sin cortapisas ni colores. Esa misma democracia de absoluta concordia en la que, probablemente, haya sitio para alguna que otra utopía olvidada en el tiempo.

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