El Louvre descubre al Nazareno de Rembrandt

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La pinacota parisina dedica una exposición a la imagen de Jesús vista por el artista holandés
La pinacota parisina dedica una exposición a la imagen de Jesús, vista por el artista holandés

Cristo redentor, el de la mirada compasiva, el de la amargura en las pupilas, el orante de las bienaventuranzas y de la confesión de los pecados de la humanidad, el de los ojos reveladores de entendimiento hacia la imperfección de los seres vivos, el del cuerpo frágil y macerado por la condenación de los que pretendía salvar… El Hijo de Dios se hace grande con el sudario sanguinolento de su profunda vulnerabilidad, a través de la paleta casi transparente del holandés Rembrandt Harmenszoon van Rijn (Leiden, 15 de julio de 1606- Ámsterdam, 4 de octubre de 1669).

Las imágenes del Nazareno no fueron un tema especialmente prolífico en la vasta producción pictórica del autor de Lección de anatomía; sin embargo, cuando hizo suyos los hechos bíblicos referentes a la existencia de Jesucristo los supo traducir a su estilo desmitificador, a sus pinceladas surgidas del amor inmenso hacia la realidad, y denunciadoras de la pompa y el boato clásicos de otros de los maestros que abordaron la vida del vástago del Supremo Hacedor. Ese individuo de pelo largo y oscuro que aparece en los óleos y dibujos del flamenco, con el rostro casi huidizo aunque intensamente sensible, es el que llena -bajo el título de La cara de Jesús– con su presencia celestial y terrena -hasta el próximo 18 de julio- el hall Napoleón del museo parisino del Louvre.

La pinacoteca francesa recorre, con la colaboración de The Philadelphia Museum Of Art y The Detroit Institute Of Arts, las revelaciones hechas imágenes en la mente del genio de las formas del siglo XVII, escenas que iluminaron la pasión visionaria de un pasado que Rembrandt siempre tamizó, mediante su adscripción decidida y voluntaria a las tesis entonces emergentes de la reforma luterana y del consiguiente Protestantismo.

Dividida en grupos diferenciadores y coincidentes a la vez, Blaise Ducos (miembro destacado del departamento de pinturas del Museo del Louvre) presenta -bajo su supervisión- una selección de obras que dan una idea clara al visitante de la obsesión del artista de Leiden por mostrar a un Cristo natural y creíble, lejos de la magnificencia de la tradición heredada. Un modelo con rasgos más comunes que excepcionales es el pie del que se sirvió el creador nacido en 1606 para imaginar la faz del que con su muerte en la Cruz –y su posterior resurrección- propició la unión entre lo profano y lo divino.

Primero entre sombras poco aclaradoras –como lo hace en la pieza Peregrinos en Emaús-, y luego con la cara impresa a fuego en la tela –acompañada constantemente de veladuras que se atreven a esconder el espíritu imposible de ser inmortalizado en un simple lienzo-, el Nazareno de Rembrandt pasea su amargura con la entereza de un salvador comprensible, de alguien cercano a sus congéneres, y con el que se puede conversar: un amigo y guía en el que se puede confiar, sin miedo a las penitencias condenatorias del oscurantismo eclesiástico de la época.

El Jesús de Nazareth del pintor de Flandes es un ser que no causa miedo justiciero, sino empatía en su penar. Esta realidad es un manifiesto de intenciones que El Louvre pone sobre el tapete de la muestra desde el apartado inicial: bautizado como Prólogo. En él, escenas como  Jesús y sus discípulos o el grabado Cristo presentado al pueblo redundan en la tesis de la interrelación del Hijo de Dios con los hombres y mujeres corrientes, sin elitismos de ninguna clase ni representaciones regias de por medio.

Esta especie de diálogo constante entre la figura de Cristo con cada uno de los que contemplan su aparente normalidad sigue siendo la protagonista en los demás apartados de la exhibición (Contrapunto: Precursores y modelos de Rembradnt, Los grandes maestos holandeses, Los últimos trabajos, Las cabezas de Cristo y Epílogo). Todos ellos dejan claro que la religiosidad de Van Rijn era una esencia de conocimento, en la que buscaba lo que de verdad nos hace como somos: lo que el alma conserva de humanidad.

Muchos grandes nombres (Leornado Da Vinci, Andrea Mantegna, Alberto Durero, Jan Lievens, Jacob Adriaensz Backen…) completan el viaje por las pinturas arrancadas al tenebrismo -con los rayos hiriendo la percepción- de Rembrandt en esta más que recomendable exposición parisina. Pero, por encima de cualquier otra apuesta más aparatosa, se erige el Hombre al que llamaron el Nazareno, que sangró los males de sus hermanos clavado en un vetusto poste hace algo más de dos mil años; ese ser excepcional al que el responsable de La ronda de noche intentó imaginar con piel, cabellos, pupilas, pestañas, labios, nariz…

Más información, horarios, tickets en http://www.louvre.fr

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