Damien Hirst enseña a nadar en formol a la city del Big Ben
Norman Bates se sentiría como en la intimidad de su motel, en caso de que pudiera visitar las salas de la Tate Modern londinense hasta el próximo 9 de septiembre. El psicópata y taxidermista inmortalizado por Anthony Perkins hallaría en la institución museística un espacio de sublimación de la muerte animal; sentimiento de duermevela y precisión analítica, que animaba las noches de insomnio del personaje ideado por Robert Bloch, mientras escuchaba la voz del cadáver de su madre gritando su nombre. No se sabe si el multimillonario artista nacido en Bristol –autor de las obras desplegadas en el centro capitalino- ha visitado alguna vez el albergue del mencionado serial killer con carne de celuloide; pero, lo que es cierto, es que gran parte de la fauna momificada surgida de la mente del creador inglés no desentonaría lo más mínimo como objeto decorativo en el angustioso inmueble de la película Psicosis.
Distinguido con semejantes honores, Damien Hirst (Inglaterra, 1965) se vuelve, si es posible, más grande vitoreado por la antigua central eléctrica a la orilla del Támesis; a través de una muestra, con intención de antología, que juguetea contundentemente con la totalidad del universo del pintor, escultor y performing master. Desde sus comienzos en el Goldsmiths College y su mítica serie Freeze, hasta sus polémicas visiones esculpidas con formol y estilete de forense incluidas en las series Natural History; la totalidad de las etapas de este reventador de taquillas subasteras acude con traje de etiqueta a la cita de su reconocimiento internacional: un prolegómeno que ya estaba más que finiquitado por el lado del circuito comercial, a tenor de las cifras mareantes que acreditan cada una de las piezas en circulación de DH.
Amparado en la dictadura de la mercadotecnia, Hirst no tiene rival posible en las pujas por el Arte contemporáneo (solamente le aguantó durante un tiempo Jasper Johns, pero batió sus marcas en varias ocasiones a partir de 2004), si los datos se atienen a las cantidades alcanzadas por sus fantasías transformadas en esculturas e instalaciones. Realidad regada de triunfalismo con la que sus detractores han intentado restar importancia a la aparente calidad de su propuesta en la plástica actual.
La filosofía del británico parte de su obsesión con el final de la vida, ese momento en que el último suspiro acaba con la descomposición de la materia. Es en ese instante, en el que este seguidor de los Sex Pistols –y líder del grupo nominado como The Young British Artists– concita a sus musas y elabora sorpresivas composiciones, como la escalofriante vitrina The Physical Impossibility Of Death In The Mind Of Someone Living (pieza de 1991, que exhibe la Tate, en la que destaca la presencia de un tiburón tigre de catorce pies sumergido en formaldehído) o la exuberante For The Love Of God (la famosa calavera cubierta de diamantes únicamente podrá ser contemplada en la exposición hasta el 24 de junio).
Pero la producción de este señor, que en los noventa gastaba modales naturistas a lo Iggy Pop para escandalizar a los informadores, no se circunscribe tan solo a su faceta profesional de influencias a lo Norman Bates; sino que también ha sido alimentada de vez en cuando con géneros tan sobrios como la pintura, estación en la que el compatriota de Isabel II supo manejarse con soltura y determinación frente a la blancura retadora de los lienzos. Y en ese duelo a pinceles y brochas, no se puede decir que Hirst haya salido mal parado del todo. Dos conjuntos conforman la aventura de paleta y oleosos pigmentos del vástago de un mecánico de automóviles: las spin paintings (cuadros que giran constantemente modificando su perspectiva) y las spot paintings (imágenes confeccionadas a partir de círculos coloreados al azar). Estas telas cuelgan con su determinismo cromático, entre la abstracción y el pop de insinuaciones psicodélicas, en la sala de la excelsa galería londinense; acompañando a una senda en la que el viajero puede perder la razón, si comprueba las cantidades estimadas en seguros de accidentes de títulos que alcanzaron en su día la friolera de varios millones de euros (en este apartado, la recomendación pasa por pararse ante La imposibilidad física de la muerte en la mente de algo vivo, que costó unos 10 kilos de dólares, o en la brillante Por el amor de Dios, verdadero hito con sus 50 millones de libras esterlinas).
Después de lo narrado, es fácil comprender que a Damien Hirst le siga el espectáculo mediático, y que a él le vaya la pelea de callejón con muchos de sus colegas profesionales; sobre todo con los que han llegado a afirmar que el sureño lo único que hace es mercantilizar el Arte, sin por ello detenerse a ofrecer algo medianamente bueno o simplemente perdurable de cara a la historia. Sin embargo, pese a las críticas, el hombre que ha hecho de las vacas, ovejas, mariposas, moscas, escualos y toros incorruptos sus señas de identidad brilla como pocos en la primavera de este 2012, iluminado por la estela de la ciudad olímpica en la que triunfaron hace tiempo Lucian Freud y Francis Bacon.
Más información, horarios y entradas en http://www.tate.org.uk