Crítica de cine: Moonrise Kingdom
Wes Anderson es uno de esos tipos que ha sabido crearse una cinematografía diferente, un universo con rasgos de fotogramas y recortes de peluquería infantil, que gestiona su simbolismo y su eficacia mediante un sentido lúdico dinamizador, luminoso y transparente. Esta es la distinción con la que se suelen catalogar las películas surgidas de la mente de este artista de las bobinas, un escudo protector que se usa muchas veces para deslumbrar a la clientela, con el fin de que no se dé cuenta de lo dificultoso que es determinar claramente y con palabras de qué va el cosmos del responsable de Life Aquatic.
Moonrise Kingdom es, por lo tanto, un fiel exponente de las virtudes y los excesos de la paleta del realizador norteamericano: una herramienta abiertamente cromática en la que libertad narrativa y de movimientos se conjuga con la sensibilidad inocente de los que aún se mantienen en esa adultez prohibida, similar a la aparecida en la canción The Logical Song de Supertramp, o a la dolencia mental antienvejecimiento que Peter Pan inmortalizó en un síndrome homónimo. Esta toma de postura explica que la razón en la obra de Anderson -entendida como un edificio imperturbable de recios cimientos- quede marginada en todo planteamiento y escena, y que sea sustituida por un comportamiento altamente impulsivo, unas veces tamizado por el humor del absurdo y otras por unas variaciones existenciales realmente ilusorias.
Fresca y enérgica en su exhibición argumental, la película sabe cómo ganarse al público con elementos tan inspiradores como una galería de personajes de actitudes sorpresivas, unas situaciones de aroma hippy o camp sesentero y unos conflictos dramáticos que transpiran una pura sensación híbrida entre el amor, la ironía y el desconsuelo.
Cuando los niños protagonistas se escapan por un territorio aparentemente salvaje (en la Nueva Inglaterra de 1965), dejando constancia por ejemplo de que sus accesos románticos son mucho más sinceros que el hastío emocional de los padres de la chica, el largometraje toma una altura de agradable fresco humano, comprensible como un diario con trazos de caligrafía escolar, siempre con las reminiscencias de una portada de disco pop, o con la vulnerabilidad de un almanaque enmohecido por el sol.
Anderson se transforma tras la cámara en un boy scout más, un soldado de inusitada valentía que hace peña con Suzy y Sam para favorecer su escapada; todo con el ansia de dotar de posibilidades la unión condenada al fracaso de dos personas, que aún ni siquiera han alcanzado la pubertad. Un discurso que anteriormente a él hicieron con coincidencias tangenciales maestros del pelaje de George Roy Hill (Un pequeño romance contó en 1979 la pasión desatada entre dos críos interpretados por Diane Lane y Thelonius Bernard), Randal Kleiser (El lago azul, 1980) o Stuart Gillard (Paradise, 1982).
Pero, junto con la desenvuelta imaginación del director para construir su relato audiovisual, lo que más llama la atención al visionar Moonrise Kingdom es el nutrido reparto de estrellas que se concitan en el escenario, los cuales se pliegan a las exigencias del creador para que les guíe por un sendero tan fantástico como desconocido, tan de algodón de azúcar como heredero del de Lewis Carroll. En este elenco de relumbrón, es imprescindible citar las esforzadas colaboraciones de Bruce Willis (el héroe de La jungla de cristal expone una vez más su sabiduría frente al objetivo, con una de esas caracterizaciones de hombre normal, como la que regaló a los espectadores con El sexto sentido), Bill Murray, Frances McDormand, Tilda Swinton, Jason Schwartzman y Edward Norton. Sin olvidar la más que meritoria escenificación casi robótica de la hipnótica Kara Hayward (como la extraña Suzy), el aporte aventurero de Jared Gilman (en la piel del prófugo Sam) y la subyugadora narración del tipo con abrigo rojo y gorro al uso, que el cineasta utiliza siempre que tiene ocasión, y que genera un necesario movimiento ascendente en la trama de la cinta.
Resulta más que alentador que, en esta época de blockbusters destinados a generar beneficios multimillonarios y productos indies de marca pero sin emoción, Wes Anderson siga entregando sus obras de primaveras medioambientales, de dadaímismo militante y de secuencias que todavía continúan apaciguando las tormentas con cromáticos atardeceres.