John Irving pasea por Estados Unidos
El autor de "Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra" publica "El último telesilla" (Tusquets Editores): una novela de extenso recorrido humano, que cuenta algunos de los acontecimientos más importantes durante ocho décadas en la historia de USA, sucesos ocurridos de los años cuarenta a la época de la presidencia de Donald Trump.
John Irving es un escritor de fuertes raíces sociales, al que le interesan en especial las relaciones de familias diversas, sujetas habitualmente a comportamientos ajenos a lo políticamente correcto, según la idiosincrasia clasista propia de la nación de las barras y estrellas y de las convenciones del movimiento Tea Party. Los personajes de Irving nunca harían una barbacoa vecinal en urbanizaciones de cartón piedra, y tampoco serían los más adecuados para vender las ilusiones perdidas de un sueño americano mercadotécnico y falso hasta en sus propuestas más sutiles.
El césped literario del responsable de El hotel New Hampshire ha crecido con determinación título tras título, abonado por las excentricidades voluntarias de tipos con ambiciones terrenales, los errores irremediables de seres vulnerables, los sufrimientos que calan hasta el tuétano de los huesos y los pasados alentados por las ansias espectrales de existencias enmascaradas, y en continuo estado de búsqueda.
El último telesilla (Tusquets Editores/ Colección Andanzas) es la nueva obra del creador norteamericano nacido en Exeter: un potente fresco de inspiración dickensiana, mediatizado por relaciones conectadas con la neurosis de un país en eterna zozobra vivencial. Las más de 1.000 páginas de las que consta la novela revelan la imaginación de un narrador estimulado por su entorno, a quien le gusta analizar las contradicciones de los estadounidenses a lo largo de las décadas.
La Guerra Fría, las manifestaciones contrarias a la guerra de Vietnam, la era de Ronald Reagan en La Casa Blanca, los accesos dictatoriales y supremacistas de Donald Trump… El último telesilla se convierte en un ingenioso cuaderno de viaje, donde el protagonista descubre sus miedos e incertidumbres, a través de sus impresiones respecto a sus familiares y amigos.
“Los seres queridos nos dejan y nosotros continuamos- fantasmas o no, todavía les vemos“, confiesa John Irving, en su página web.
JOHN IRVING DESCORRE LA CORTINA DE USA A TRAVÉS DE LA MIRADA DE UN PROTAGONISTA EN CONTINUA TRANSFORMACIÓN
Es curioso cómo cambia la percepción de las personas, conforme pasan los años. Los terrores y los dolores infantiles dejan paso a la rabia y la indiferencia en la adolescencia, para luego aterrizar con suavidad o con rotunda gravedad en la racionalidad de la madurez, etapa en la que todo comienza a cobrar un nuevo sentido, mediante pigmentaciones inusitadas.
En una línea similar a la descrita, Adam (el protagonista de El último telesilla) corrige temporada a temporada el retrato de su singular madre: una esquiadora de eslalon de New Hampshire llamada Rachel Brewster, que se queda embarazada a los dieciocho años, tras una competición en Aspen.
Adam nace en 1941, y sus días y noches están presididos por la presencia materna; ya que su padre nunca quiso hacerse cargo del pequeño ni saber nada de él. De esta manera, Rachel y sus padres planean la educación del niño, quien crece en el marco de una familia distinta a la de sus compañeros de colegio; aunque esto le dota de una concepción menos domesticada de lo que significa la libertad de pensamiento y de acción.
La capacidad audiovisual que desborda la prosa de Irving ayuda a que el amplio marco que dibuja el autor en El último telesilla se perciba como un figurado film de naturaleza privada, interpretado por gente que deambula entre la realidad y el sueño, entre las evocaciones sentimentales y los juicios serenos de la conciencia y el recuerdo.
Cuando Adam, con ochenta primaveras, llega al Hotel Jerome, donde su madre y su padre biológico experimentaron unos momentos de pasión desatada, las sombras son más numerosas que los haces de luz, y el desconocimiento es superior a las posibles y fragmentadas certezas.
En esos entornos, John Irving juega con maestría la baza de la emoción, y lleva con éxito al lector a las extensiones nostálgicas de los pretéritos en blanco y negro; en los que todo existe, y a la vez todo se borra después de cada línea.
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