Crítica de cine: Jane Eyre

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No importa las veces en que la novela original de Charlotte Brontë sea llevada a la pantalla (la grande y la pequeña); ya que la fuerza de sus diálogos, de su romanticismo de musgo y piedra, de sus atmósferas nebulosas y de su pasión enfermiza se mantiene inalterada pese al transcurso del tiempo y las generaciones. Así lo ha comprendido agradablemente el debutante director californiano Cary Fukunaga, quien se mantiene en cada secuencia y evolución dramática fiel al texto de la narradora británica, editado en 1847 bajo el sobrenombre de Curren Bell.

Y eso que el cineasta se toma la licencia, única en el cosmos general del libro, de comenzar la acción en la mitad de la historia; justo cuando la protagonista huye de Thornfield, tras la frustrada boda con el enigmático Edward Rochester. A partir del instante en que la inteligente y triste institutriz conocida como Jane Eyre es acogida en la casa de un misionero (para quien el amor de pareja pasa por la entrega a los demás, fríamente y sin excesivas concesiones emocionales), los acontecimientos del pasado acuden a la mente de la joven: como fantasmas a los que es imposible silenciar totalmente. De esta forma, el espectador asiste a la infancia de la muchacha, maltratada por su tía y abandonada en una institución escolar regida por la crueldad; para desembocar en la etapa de adulta de la chica, después de ser aceptada como cuidadora de una niña francesa protegida por un tal Sr. Rochester.

Fukunaga se introduce en este momento en los recios muros de la propiedad en la que se esconden los pensamientos más íntimos de los personajes, una mansión azotada por el viento y la escarcha que contribuye a conocer mejor la desolación interior de JE. Las escenas en las que -con un estilo minimalista- el director encuadra el físico decimonónico de la acertada intérprete (la creíble Mia Wasikowska) resultan tan inquietantes como atrayentes; y demuestran que el responsable de casting no se equivocó, al seleccionar a la actriz destinada a soportar sobre sus virtudes artísticas -casi en primera persona- el peso del filme (de hecho, el título inicial de la novela de Brontë poseía la coletilla de “una autobiografía”).

Sin embargo, cuando la vida solitaria de la maestra entra en contacto con la presencia del dueño del inmueble, la película no pierde ese interés por adentrarse en el subconsciente del cuadro dramático. La secuencia en la que Jane entorpece el caballo sobre el que monta salvajemente Edward Rochester está adecuadamente ejecutada, y reproduce con inusitada destreza uno de los elementos sustanciales de la literatura romántica inglesa: los brumosos escenarios de bosques y páramos amenazantes, como marco perfecto para escenificar el alumbramiento de un amor normalmente malherido por los errores individuales y de pertenencia social.

El realizador no parece perder el pulso en ningún momento, sujetando los innumerables flecos esbozados por el relato de la autora de El profesor con los anclajes aportados por la sabiduría de su precedente impreso. Afortunadamente, el creador no desea que su toque perviva por encima de la ensoñadora prosa de doña Charlotte, sino que se contenta con estimular la imaginación visual con una recreación coherente, fiel y cuidada hasta en los más mínimos detalles.

Tal intención voluntaria por respetar el clásico de las letras anglosajonas queda igualmente reflejada en el competente y más que conveniente reparto. Al frente del mismo se halla, como ha quedado citado en el párrafo anterior, la cada vez más solicitada Mia Wasikowska. El aspecto virginal y pretérito de la musa de Alicia en el país de las maravillas, de Tim Burton, sirve de vehículo al estadounidense para dotar de cuerpo y alma a unos papeles diseñados con objetividad y doloroso humanismo. A través de ellos brillan con fuerza profesionales tan solventes como Michael Fassebender (su Edward Rochester está a la altura de otras célebres estrellas que le han antecedido en este rol, como Orson Welles y Timothy Dalton), Jamie Bell y, la casi siempre notable, Dame Judi Dench.

Visitar de nuevo la espectral fisonomía de Thornfield de la mano de Jane Eyre es un placer inigualable en cualquier centuria y época del año. Porque el romanticismo de Charlotte Brontë no entiende de hojas en el calendario, sino que toma su alimento de los sentimientos que nos hacen como somos: seres en busca de una felicidad capaz de soportar las acometidas de la aprisionadora realidad.

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