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Centauros del desierto, de Alan Le May, es objeto de una cuidada revisión en español por parte de la editorial Valdemar, merced a la traducción de Marta Lila.
Pocas veces una pared oscura, proyectada sobre un paisaje de inmensidad subliminal, ha dado tanto juego a un cineasta como lo hizo con John Ford, en 1956. Ese plano, con el que finalizaba la película Centauros del desierto, ha entrado con el tiempo en las enciclopedias más señeras relativas al Séptimo Arte. Pero no siempre fue así.
De hecho, en la ceremonia de los Oscars de 1957, el filme no obtuvo ni una estatuilla, amén de la falta de nominaciones.
En ese momento, Gigante, La vuelta al mundo en ochenta días y El rey y yo se llevaron los honores más deseados de la Academia de Hollywood; aunque, desde la perspectiva de la psicología intemporal, el largometraje de Ford dio el salto a la eternidad con la misma parsimonia con la que Wayne abandonaba la pantalla al compás del the end. Siempre más allá de la pared oscura…
Casi medio siglo después, la novela en la que se inspiró la mítica movie regresa a la actualidad literaria de la mano de Valdemar; y lo hace con el empaque merecido a un texto que alumbró uno de los mejores western de toda la historia.
CENTAUROS DEL DESIERTO Y ALAN LE MAY
La amalgama de imágenes y palabras es lo que realmente ha otorgado el calificativo de obra maestra a The Searchers.
Sin embargo, el germen de este trabajo de calculada relojería emocional se hallaba en la mente un novelista dedicado casi exclusivamente al Far West: un licenciado en Filosofía, nacido en Indianapolis, que respondía al nombre de Alan Brown Le May (1899- 1964).
Publicado en 1954, Centauros del desierto desarrollaba su entramado histórico a través de los conflictos existentes al oeste de Texas, experimentados en la segunda mitad del siglo XIX entre las comunidades indias y los colonos de la zona de Nueva México.
A ese hábitat viaja el protagonista del relato, un veterano de la Guerra de Secesión bautizado Ethan Edwards. Este antiguo confederado espera descansar con su hermano y el resto de sus familiares, después de tres años de ausencia.
No obstante, el ansiado reposo del guerrero se transforma en una pesadilla, cuando su sobrina Debbie (una inocente niña) es raptada por un grupo de comanches.
Edwards decide entonces ponerse en marcha para seguir el rastro de los captores, al lado de su sobrino adoptivo (Martin Pawley) y del prometido de otra chica (Lucy) desaparecida en las mismas circunstancias que la pequeña pariente del héroe.
La esperanza de hallar con vida a las muchachas es prácticamente nula, pero el otrora soldado de los grises no se da por vencido; y la llamada de la sangre le anima a continuar, incluso cuando la desazón amenaza con derrumbar su fortaleza.
John Wayne, Natalie Wood, Jeffrey Hunter, Harry Carey y Vera Miles prestaron sus respectivas dotes artísticas para hacer imperecederos los personajes ideados por la pluma de Le May, quien no puso reparos a que el experto Frank S. Nugent equilibrara -con la sinuosa sabiduría de las dunas- los componentes del potente guion.
Una cesión creativa que el autor de Centauros del desierto tuvo que soportar en similar medida tras las adaptaciones de otras de sus publicaciones, como fue el caso de Los que no perdonan (John Huston, 1960).
Al final, el plano evocador de Wayne saliendo por una pared oscura, desnuda de ornamentos y nocturna como el pretérito a olvidar, carga de sentido la trama diseñada por el literato de Indianapolis. Un writer escondido en las sombras del papel, que vio su trabajo revitalizado a raíz la perfección épica emanada por el filme de John Ford.
Más información en http://www.valdemar.com
