Robertson Davies desnuda el teatro de Shakespeare
Algo de Próspero, y de su manto mágico, residía en el aspecto de este insigne narrador canadiense. Su figura de dandy algo desastrado -entre Mark Twain, Ernest Hemingway y Santa Claus de mirada socarrona- y de intelectual despistado era una buena toma de contacto para introducirse en sus ilustres palabras, siempre regadas con el encanto de lo legendario y aliñadas con las decuadas especias de la crítica social versátil y desdramatizadora.
Más de cuatro décadas redactando textos –encuadrados en géneros tan ricos y jugosos como las obras de teatro, los cuentos, las novelas y los ensayos- han hecho de William Robertson Davies (Thomasville, Ontario, 1913- Orangeville, Ontario, 1995) uno de los representantes más valorados de la literatura del país de la Policía Montada. Tal distinción, ganada a frase a frase por este señor de vastos conocimientos y hondura narrativa incuestionable, ha sido un punto a su favor para que su amplio muestrario creativo haya saltado la barrera idiomática más allá del inglés primigenio. Precisamente, una de las últimas traducciones de una de sus obras se presentó el pasado mes de enero en la lengua de Cervantes y Lope de Vega; un volumen titulado A merced de la tempestad, que saca a la venta Libros del Asteroide con la meritoria interpretación de Concha Cardeñoso.
Perteneciente a la denominada Trilogía de Salterton, el libro recién salido del horno compositivo de la mencionada editorial centra su acción en una de las pasiones del autor: el teatro y las representaciones amateurs. No en vano, Davies participó animadamente en bastantes de los montajes del Old Vic Repertory, la misma compañía en la que sobresalieron algunos de los nombres de la escena británica más recordados en la Historia, gente como Laurence Olivier y Ralph Richardson. Fruto de ese gusto por el aroma a tarima y a decorados pintados, el novelista norteamericano ideó A merced de la tempestad, un relato medidamente neurótico y alocado que sigue los avatares de un grupo de actores, que pretenden realizar una versión acelerada de La tempestad de William Shakespeare. El sueño de construir su apuesta artística en los jardines de la residencia de George Alexander Webster marca el devenir de unos acontecimientos en los que el docto Mr. Robertson echa a volar su imaginación costumbrista y romántica, en forma de amoríos de alcoba y sonrojos provocados por los aspirantes a estrellas y las hijas del propietario de la vivienda (Griselda y Freddy).
El estilo habitual del graduado por la vetusta Universidad de Oxford (en concreto, el Balliol Colledge) y la institución de Kingston se concita en esta entrega del tríptico con el objeto de descubrir la capacidad para la ironía y la sátira de este hombre de blanca barba, que dedicó parte de su producción a analizar las creaciones del artífice de Hamlet. El elemento histórico y pretendidamente hedonista se mezcla con inusitada fuerza con el costumbrismo de la época en la que Davies redactó originalmente este texto (1951), y con la visión más o menos realista de la ciudad en la que está ambientado: Salterton.
El trabajo de Robetson Davies es un compendio vertiginoso y chispeante que el propio novelista fue agrupando en celebradas trilogías. Una de las más conocidas a nivel internacional es la de Deptford (integrada por El quinto en discordia, Mantícora y El mundo de los prodigios); aunque también obtuvo un éxito ciertamente sobresaliente la de Cornish (Ángeles rebeldes, Lo que arraiga en el hueso y La lira de Orfeo son sus partes). Las tramas detectivescas y de sinceridad sobre los pecados de los protagonistas situadas en Deptford –cuyo argumento versa sobre el descubrimiento del asesinato del magnate Boy Staunton– y las singularidades de las influencias artúricas de la segunda conformaron un buen ejemplo de la riqueza literaria de este irrepetible individuo, que tuvo el honor de ser el primer intelectual canadiense en ingresar en la Academia Americana de las Artes y las Letras.
Las poco más de trescientas páginas que definen A merced de la tempestad se convierten, por la sensibilidad de su redactor, en fieles espejos de las tensiones humanas y de las diversiones lúdicas de los que suelen meterse en las vidas de otros congéneres. Esos humorísticos comediantes que tanto inspiraron al profesor, y que quizá llegaron a tentarle interpretativamente mientras jugaban en su mente transformando a Davies en un alter ego –reconocible o no- del excéntrico profesor de matemáticas –y tesorero de la Compañía Joven de Salterton– Hector Mackilwraith.
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