Revolución impresionista
La luz grisácea de París se cuela por las bóvedas de cristal del Grand Palais, iluminando con su aparente frialdad la magna obra de Claude Monet (1840-1926). Titulada con el nombre del artista, la muestra que coordina el presidente de la Reunion de Musées Nationaux (Guy Cogeval) se aloja –hasta el próximo 24 de enero- en las dos plantas del señero complejo situado en los Campos Elíseos. Espacio en el que el visitante podrá descubrir la singularidad y calidez del que se ha considerado precursor del Impresionismo, un hombre con aspecto afable que guardaba en su mirada la sabiduría de los grandes maestros, los que sabían imprimir las telas sin que si quiera se notara la pincelada.
La gran mayoría de los que conocen el trabajo de Monet destacarían sin duda su capacidad como paisajista, enamorado de la insinuación y de los componentes oníricos de una Normandía sin la sangre vertida en la Segunda Guerra Mundial, un Londres envuelto en nieblas pertenecientes a un misterio de naturaleza espectral o una Venecia plagada de canales imprecisos, de aguas desbordadas de imaginación y cromatismo lumínico. El hombre que inmortalizó los nenúfares sobre los estanques era un experto en descomposición, tanto de paleta como de la escena en sí. Y eso queda reflejado en esta exposición que, a modo de repaso por ejes temáticos y conceptuales además de cronológicos, recoge la grandeza y sobriedad de alguien que supo dar una evolución a la pintura semejante a la experimentada en otras épocas, como la renacentista.
Tanta pasión por los pinceles se transformó en una producción realmente intensa, lo que ha llevado a la organización a dividir la muestra en dos partes, la primera en el mencionado Grand Palais y la segunda en el Museo de l’Orangerie, donde se puede contemplar la labor del pintor en el terreno de la ornamentación.
Desde hacía treinta años, Claude Monet no era objeto de una retrospectiva como la que ahora se presenta en el centro mismo de la Cuidad de la Luz, motivo por el que se espera una afluencia masiva de visitantes, deseosos de circular -aunque sólo sea de manera figurada- por los callejones del París modernista y beodo del siglo XIX y por los aún frondosos bosques de Fontainebleau; para recostarse y descansar al final del trayecto en el jardín Giverny, diseñado por el propio artista.
Ante tal ejercicio de esfuerzo por acercarse a una de las personalidades más indiscutibles y compactas de la historia del Arte, sólo queda una propuesta humilde y pretendidamente alejada de un medio informático como el de este blog, conformado a base de código binario. Si usted tiene la oportunidad de embarcarse con dirección a la urbe del Sena y pagar los 18 euros de la entrada (variaciones con crucero y atracciones turísticas entre 35 y 45), póngase ante una de las grandes telas colgadas. Mírela un momento y luego cierre los ojos. Recree entonces interiormente la imagen y verá que cobra vida, porque Monet –como decían los entendidos que le conocieron- no pintaba la naturaleza, sino que la recreaba. Una vez hecho esto, comprenderá que en el Impresionismo está la clave del tan publicitado 3D.
Antes de acabar, sería bueno puntualizar una pega a la muestra. Los que busquen el cuadro Impresión, sol naciente, que dio nombre al movimiento impresionista, no lo encontrarán; ya que el Musée Marmottan no lo ha prestado para la ocasión. No obstante, los que lo echen de menos, lo podrán contemplar próximamente en otra exhibición, esta vez dedicada a Monet en las colecciones privadas.