Philip Roth consigue el Príncipe de Asturias de las Letras por sus retratos de la zozobra humana
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Hay renglones que toman la torcida senda de las existencias mestizas, subidos a carros suicidas y contrarios a la suavidad literaria de terciopelos engañosos. En esos escenarios de tragicomedias destructoras, y antropófagas del ser como individuo domesticado por la civilización de los poderosos, es donde las novelas, ensayos y cuentos del escritor nacido en Newark toman la savia de la experiencia dolorosa y desmitificadora de las historias supuestamente unidireccionales; alimento de los dioses vulnerables, que conjuga sus ingredientes a base de monólogos metamorfoseados en espejismos desérticos. Tales creaciones -ajenas a los seguimientos doctrinales de políticos, místicos y ambiciones imperialistas de postín-, le han valido al autor de Némesis el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en esta edición de 2012.
La producción de Philip Milton Roth (Newark, New Jersey, 1933) tiene el poso acerado de su pertenencia al judaísmo emigrante, ese sentimiento de militancia –siempre a medias tintas- en el que sus narraciones cobran la energía del desenfreno, del cuestionamiento constante de las escalas vitales, de la esquizofrenia ciudadana hacia las emociones culpables por oponerse a la perfección del comportamiento general.
Sometido a tales luchas internas por discernir la coherencia ambiental y urbana, pese a los bosques de locura implícita que conlleva subsistir en la época contemporánea, Roth suele inundar sus libros con discursos en los que la sátira y la ironía se erigen como armas cortantes, con las que busca posos de dignidad dentro del subconsciente de sus tipos de ficción. Aunque, en muchas ocasiones, ese reclamo de la individualidad quede teñido por las sombras de la insatisfacción.
Ya en su bautismal colección de cuentos, titulada Goodbye, Columbus (1959), el entonces joven novelista se revelaba como un artista poco dado a la simplicidad y al maniqueismo; lo que dejó claro a través de sus fórmulas literarias, con las que se dedicó desde sus comienzos a plantear las dudas respecto a los acontecimientos que ocurren en las tramas de sus relatos. Estas ecuaciones de naturaleza afectiva despejan sin mesura las incógnitas con las que el estadounidense aporta sinceridad y aroma a cuerpo latente a la totalidad de sus obras. Un trabajo de sometimiento a la desolación desmembrada que, a lo largo de su carrera, le ha granjeado gran parte de la polémica que levantan sus textos de condenación y entendimiento, de urbanidad y desilusión constante.
La prosa de este antiguo profesor de Literatura es de las que tiene filo de sable, convenientemente esmaltado en la fragua de su portentosa pluma; todo para generar descripciones moribundas, que gritan sensibilidad de sangre y músculo en cada entonación que sale de sus figuradas gargantas. Así fue como Roth otorgó apariencia de macabro realismo a su trilogía americana -compuesta por Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana-, y gestionó el varapalo espiritual sufrido en los huesos del viejo titiritero de Operación Shylock y El teatro de Sabbath.
Acercarse a las escenas construidas por PhR, singularmente ateridas por el frío de la debilidad perniciosa, es como mirarse en un espejo, que distorsiona los rasgos hasta hacerlos particulares y privados. Sus páginas destinadas a traducir lo difícilmente verbalizable (los sentimientos evolutivos) ayudan a que los libros del alumbrado en New Jersey sean como pequeños pilares versados sobre los vicios y las virtudes de la sociedad actual, como si fueran manuales nunca oficiosos acerca de la historia de los seres anónimos; los mismos que no toman las decisiones importantes en el marco del desarrollo de la humanidad.
Por estas y otras razones, el reputado Harold Bloom ha situado a Roth entre el cuarteto de autores vivos más importantes en USA: distinción en la que el septuagenario creador ocupa un mullido asiento, a la lado de Thomas Pynchon, Don DeLillo y Cormac McCarthy.
La concesión del Príncipe de Asturias se suma de esta manera a la larga lista de galardones que jalonan la exitosa carrera del responsable de La conjura contra América: un señor de mirada huidiza y penetrante que ha coexistido a lo largo de sus más de siete décadas de rutina intelectual con las paradojas consanguíneas y los parlamentos de significación casi filosófica. Philip Roth puede congraciarse de poseer un cerebro de tinta y papel que le ha permitido elevar su disconformidad y desubicación a los altares de los párrafos que suscitan análisis, reflexión y actitudes proactivas. Ecos desafiantes que provocan ejercicios comulgantes con las imperfecciones de sí mismo y de sus semejantes, asunción de roles que desemboca en la esencia más secreta de los hombres y las mujeres.
