Cuando Wolfgang Amadeus Mozart estrenó su ópera más simbólica, la muerte ya empezaba a asomarse en su rostro a través de la extrema y macabra palidez. Tan solo dos meses después del tibio acogimiento que ocasionó el estreno de esta melodía orquestal en 1791– albergado en el Teatro de Viena-, el genio nacido en Salzburgo emprendió su viaje -sin curso definido- por la Laguna Estigia. La explicación de esta especie de fracaso popular en la puesta de largo de La flauta mágica se achacó a que muchos creyeron ver, en el encargo musical del empresario Emanuel Schikaneder (amigo personal y compañero de logia del creador dieciochesco), insinuaciones veladas de mensajes favorables a la masonería (hermandad prohibida en el imperio austro-húngaro). Semejantes sospechas propagaron –cual venonosa ponzoña- una cierta pátina de escándalo, que sepultó en gran medida la riqueza sonora de la composición del autor del Réquiem. Pero los años pasaron, y tras ellos las centurias; y la singspiel (término con el que se conoce a las piezas que alternan partes cantadas y escenas dialogadas) del irrepetible centroeuropeo empezó a alzarse como un ejercicio de virtuosismo liberador: un reducto de artística trascendencia ajeno a las rígidas normas que gobernaban el género. Ese espíritu rebelde y juvenil que desencadena cada nota de La flauta mágica es precisamente el que ha debido llamar la atención de un niño con cuerpo de octogenario: el magistral y sorprendente Peter Brook (Londres, 1925), quien ahora recala en la ciudad del Museo del Prado para exhibir los tesoros que guarda tan inusual y atrayente partitura. “Proponemos una visión ligera, efervescente, en la que la intimidad con los intérpretes permita aflorar la ternura y la profundidad del original”, afirma el veterano director londinense.
Hasta el próximo 22 de mayo, el hasta hace poco mandamás del parisino Théâtre Des Bouffes du Nord regala al público español la representación del fantástico mundo de Tamino, Papageno y la Reina de la Noche; bajo los mismos planteamientos con los que triunfó en la capital francesa el pasado noviembre de 2010. Y lo hace en el marco de los Teatros del Canal (C/ Cea Bermúdez, 1), dentro del programa del XXVII Festival de otoño en primavera de la Villa y Corte, al lado -como en la cita gala- del compositor Franck Krawczyk y la adaptadora Marie-Hélène Estienne.
El escenógrafo británico toma como referente la desnudez formal, sin adornos ni elementos que puedan desviar la atención de los espectadores, para montar su incursión en la fantástica imaginación vertida en los pentagramas por Wolfgang Amadeus. Esta postura contribuye a reforzar la idea de intemporalidad de la historia, como si fuera un cuento de hadas teñido por la tragicomedia de reinos surrealistas. Semejante minimalismo se sublima en el mobiliario utilizado, compuesto por una simple alfombra y unos juncos como meros soportes que se despliegan sobre la tarima del escenario; suelo rústico y con aroma a maderas hechizadas en el que amortiguan sus pisadas los actores.
A medias entre el francés y el alemán, Brook expone una versión en la que los conceptos y los personajes más serios abandonan la impostura acicalada por la pluma de Mozart; para centrar la acción -a lo largo de cerca de dos horas– en los ingeniosos encuentros entre el príncipe Pamino y el simpático Papageno. Aunque la majestuosidad de arias como la famosa Der Hölle Rache Kocht In Meinem Herzen -que entona la enigmática y peligrosa Reina de la Noche- sigue avisando a los incautos oyentes de que la magnitud de esta ópera es mucho más profunda que la de una simplista identificación infantil.
Ese carácter festivo, lo resume el creador inglés en un resurgimiento de la figura del propio Mozart como un joven maestro que se mezcla entre los intérpretes –tenía treinta y cinco años cuando su mente albergó La flauta mágica-; un hacedor de movimientos orquestales al que la frescura de su escasa edad le otorgó en la vida real una extraña e insuperable capacidad para desgarrar los pesados ropajes de la operística más lustrosa.
La mencionada naturaleza desmitificadora que seduce al ex del Bouffes Du Nord, casi de juego continuo, es la misma que atrajo a realizadores cinematográficos como Kenneth Branagh (2006), Hollingsworth Morse (1970) y el más que notable Ingmar Bergman (1975). Todos ellos únicamente tuvieron que dejarse llevar por la sana ironía fabulista de una excelsa creación, cuyo misterio y contagiosa alegría constituyen el espejo de Dorian Gray en el que esta obra se mira constantemente; sin envejecer y sin notar que las arrugas surcan las páginas de su partitura. Esa adolescencia -perdida y reencontrada- es la que se puede localizar en la representación que comanda el casi siempre sobresaliente Peter Brook. Un vehículo para disfrutar y pernoctar, con pase vip, en el embrujado casitllo de Sarastro.
Más información en http://www.madrid.org; http://www.teatroscanal.com; http://www.bouffesdunord.com