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Meter la inmanencia de las constelaciones en un trozo de tela, en una hoja de papel o entre los pliegues caprichosos de una cerámica… Las obras del artista catalán de la sonrisa franca y del comportamiento aniñado tienen mucho de ensoñación celestial y terrenal templanza; como si fueran piezas sustraídas a la conciencia humana más primigenia, la misma que alumbró la faz abstracta de los hombres y mujeres en los albores de la especie. La producción de Miró retrotrae la memoria colectiva a los tiempos de pieles sobre los hombros y mentones prominentes; a los años en los que se pintaba con los dedos en un religioso formato de cueva rocosa, ajena a cualquier manera de comunicación más allá de lo situcional; esbozos sin catalogaciones más que de rupestres, y que decoraron las grietas de Lascaux y Altamira.
El creador barcelonés se sintió subyugado por esos juegos pigmentados de amarillo y ocre, de bestias y cazadores, de depredadores y víctimas… Y lo trasladó a su propia realidad, a una España surgida de la Guerra Civil con el emblema de la dictadura militar; intentando revivir la capacidad innata de sus congéneres para volver a creer en la inocencia casi infantil. Ese “matar la pintura” que tanto preconizó el maestro del surrealismo abstracto –siempre simbolista– vuelve a esgrimir su fiereza de antaño en una magna exposición, que abrirá sus puertas el próximo 14 de abril –hasta el 11 de septiembre– en la Tate Modern londinense. La riqueza visual del autor de Tierra labrada tiene en la exhibición orquestada por los comisarios Matthew Gale y Marko Daniel –ayudados por el asesoramiento de Rosa María Malet, directora de la Fundación Joan Miró– una completa representación de estilos y épocas vivenciales del pintor mediterráneo, a través de los más de 150 trabajos seleccionados.
Conocer a fondo a Joan Miró (Barcelona, 1893- Palma de Mallorca, 1983) es adentrarse por las callejas y pasadizos de escenas surgidas de la transformación cromática de la sociedad; sumergirse en el mar sin fondo de unos universos de geometrías voluntariamente imprecisas, exentas de cualquier provocación de las modas plásticas de la casi centuria que le tocó experimentar.
Detallista en sus inicios y marcadamente liberador en sus décadas finales, el responsable de Carnaval de arlequín horneó cada una de sus habitaciones pictóricas con el combustible de la arena que pisaba, del suelo por el que sus piernas movían su pasión hacia los pinceles y las paletas. Influenciado por movimientos como el desintegrador Cubismo, el hiriente Expresionismo y, sobre todo, el onírico Surrealismo; Miró supo apurar las enseñanzas de mentores ilustres para liberar posteriormente a su pintura de cualquier atadura o modismo, para divorciarla de los renglones casi nunca puros de los idearios intelectuales y academicistas.
Así, el polifacético genio barcelonés acabó comprendiendo que la única pauta para crear arte es la de adherirse a los sufrimientos e inspiraciones de los seres humanos, sin importar la pertenencia a una corriente plástica u otra. Tal intención llevó a Miró, por ejemplo, a convertirse en un revolucionario más en el mediático Mayo del 68. Las obras generadas entre 1968 y 1974 por el diseñador de La masía se perfumaron con el aroma de las barricadas parisinas, y transpiraron el sudor de los estudiantes y jóvenes corriendo por delante de las fuerzas del orden… Las setenta y cinco primaveras que acreditaba el polifacético artista en la histórica fecha se disfrazaron de veinte tacos con cada pincelada o modelado, hechizando el producto resultante con la varita antisistema de los mensajes y consignas que se coreaban en las arterias de la urbe del Sena.
Exiliado por el régimen franquista, Joan Miró tuvo la suerte de no estar ausente de España por mucho tiempo, aunque fue obligado a mantener su residencia en la isleña Palma de Mallorca. Sin embargo, su trayectoria profesional estaba en el más completo de los silencios en el territorio gobernado por Francisco Franco. No obstante, cuando el régimen adormecía sus latigazos censores, el hijo del orfebre pudo regresar a su Barcelona natal, para exponer en una de las galerías de la Ciudad Condal.
Doce lustros de intensa labor son los que reúne la exposición de la Tate, bajo el título The Ladder Of Scape. Y precisamente en esas coordenadas de huída hacia la fantasía es donde la producción del amigo de De Chirico y Max Ernst se erige con todo su vigor y fortaleza. Miró no pudo ocultar en sus murales, cuadros, esculturas, cerámicas, dibujos y carteles la necesidad de escabullirse de lo pautado, para alcanzar la proyección artística sin ataduras de por medio… justo como un niño bañado por la infinitud.
Más información, tickets y horarios en http://www.tate.org.uk/modern/
