Emmerich saca los colores a William Shakespeare
Si la rosa no se llamara así, seguiría conservando el mismo aroma. Esta sentencia sonaba en los labios de Julieta como una declaración intensa acerca la inmutabilidad de los sentimientos, ante la casuística humana. Similar planteamiento podría aplicarse a otros campos de la inmortalidad; como, por ejemplo, a la literatura. Entonces, ¿si las piezas de teatro atribuidas al bardo de Stratford-upon-Avon no hubieran surgido de su pluma de ave, perderían algo de su esencia o poder concitador? Probablemente, no; aunque, en estos tiempos de la comprensible salvaguarda de la autoría, es bueno delimitar los márgenes de la genialidad; y concedérsela a los que se la han trabajado a golpe de musas inspiradoras.
Mucho se ha escrito sobre la posibilidad de que textos como Hamlet, Macbeth o incluso Las alegres comadres de Windsor no nacieran de la mente del famoso William Shakespeare. Las primeras acciones de peso en este sentido datan de finales del siglo XIX, cuando gente como Walt Whitman encabezaron una cruzada para demostrar que gran parte de la producción atribuida al natural de Warwickshire había sido compuesta en la sombra por Sir Francis Bacon. En la misma línea de denuncia, otros investigadores insinuaron que el supuesto autor de Otelo plagió de manera consecutiva la brillantez de su coetáneo Christopher Marlowe; robándole innumerables ideas y argumentos.
En 1920, John Thomas Looney sacó a la luz una sorprendente tesis: el verdadero redactor de algunos de los diálogos más excelsos del dramaturgo de La noche de la epifanía era realmente Edward de Vere, el decimoséptimo conde de Oxford. Inteligente y prolífico, este cortesano -que falleció en 1604 a la edad de cincuenta y cuatro años- se codeó con los artistas más sobresalientes de la época isabelina, haciendo gala de sus dotes para el espectáculo en calidad de creador y mecenas. Patrocinador de representaciones teatrales que aún en la actualidad se reflejan en los manuales de Historia, este aristócrata fue amigo de Shakespeare; con quien desarrollo una relación de amistad que muy posiblemente le pudo llevar a proponer al valorado firmante de Romeo y Julieta un trato, en el que el noble sería el negro del de Stratford por motivos de imagen frente a la reina.
El director germano Roland Emmerich (Stuttgart, Baden-Wünttemebrg, 1955) se hace eco de las teorías de Looney y monta con ello una película titulada Anonymus, en la que reivindica la figura del injustamente olvidado Edward de Vere. Lejos de sus odiseas épicas y apocalípticas más populares y taquilleras (Emmerich es responsable, entre otras, de Inependence Day, 2012, El día de mañana y Soldado universal), el realizador centroeuropeo se acerca en esta ocasión al período isabelino, en la Inglaterra de finales del siglo XVI y principios del XVII. Las guerras de religión, selladas por el recelo existente entre el incipiente anglicanismo implantado por el entonces fallecido Enrique VIII y el catolicismo reinante en los imperios de espiritualidad papal, fueron el marco de un siglo en el que las traiciones palaciegas y las conspiraciones contra monarcas y gobernantes determinaban el destino de los hombres. En esa centuria de fuego cruzado y pensamientos coartados por el filo del hacha del verdugo es en la que se desarrolla el largometraje de Emmerich: un apasionado argumento que sigue un enfoque cercano al elaborado por John Madden en Shakespeare in Love (1998).
El actor galés Rhys Ifans es el encargado de liderar el equipo artístico con su encarnación del aparentemente disoluto Edward de Vere (de joven lo caracteriza el famoso Jamie Campbell Bower de la serie Camelot). Este maestro de las palabras en la oscuridad del desconocimiento público es el verdadero motor dramático de un guion en el que no falta la presencia de William Cecil (interpretado por David Thewlis), la reina Isabel I (Vanessa Redgrave), Henry Wriothesley (Xavier Samuel) y –como no- William Shakespeare (Rafe Spall).
Existen algunas reservas entre los aficionados por comprobar cómo se ha adaptado la fisonomía Tudor a los márgenes casi siempre ostentosos y atronadores del cine de Emmerich; sin embargo, la utilización de un actor como Derek Jacobi, en calidad de narrador, es una declaración de intenciones de por dónde quiere el creador de blockbusters que vayan los tiros de su nueva producción. Tras el visionado de la cinta, quizás los espectadores salgan de la sala conociendo más el pletórico universo de De Vere y del bardo de Stratford… De unas centurias en las que el tema de la autoría era como una hoja al viento, como una firma cuyo valor se calculaba en función de los intereses políticos y económicos, más que de inmortalidad intelectual.