El Pop Art como estilo de vida
El Pop Art en su variante más internacional conquista el interior de la Tate Modern londinense, hasta el 24 de enero. The World Goes Pop es el título escogido por la institución capitalina para presentar 160 piezas, con el cromatismo hipnotizador como denominador común.
La gran paradoja que siempre ha pivotado en torno a la colorista canasta del Pop Art ha estado relacionada con su concepción del éxito. El mediático movimiento liderado por Andy Warhol, Roy Lichtenstein y Richard Hamilton nutrió sus imágenes con una necesidad de llamar la atención a cualquier precio, muchas veces alentado por los latidos de una nueva generación (la de los jóvenes contestatarios y hedonistas de los sesenta y setenta) que demandaba formas de expresión políticamente incorrectas.
Independientemente de la banalización mercantilista de la que hicieron uso muchos de los creadores adscritos a esa corriente, lo que no se le puede negar a los herederos de la contracultura pop es su apego constante a los vaivenes de la sociedad, intrínsecamente identificados con los mensajes de confusión planetaria vividos en la época de la Guerra Fría.
Esa característica, de convertirse en un escaparate de su tiempo, es a la que recurre la Tate Modern Gallery de Londres, con la esmerada muestra The World Goes Pop. Un recorrido por 160 piezas que reúne óleos, capós de automóviles, maquinas de pinball, cintas de cine, fotomontajes, dibujos, acuarelas, impresiones… Todas ellas envueltas en un papel celofán museístico cargado de fantasía e imaginación.
EL POP ART DE ESTE A OESTE Y DE NORTE A SUR
Resulta curioso que la exhibición programada por la antigua central eléctrica británica no atraiga los focos hacia las obras más habituales en este tipo de eventos (normalmente construidos a partir de las xerografías de Warhol, o de las brillantes escenificaciones iconográficas de Lichtenstein); sino que el enganche se halla en una serie de autores de desconocimiento generalizado, como si se tratara de honrar las interpretaciones de los ilustres secundarios en una figurada y premiada película.
En este plantel hay espacio para rusos imbuidos por revoluciones sutiles (Vitaly Komar, Alexander Melamid), alemanes de imponente gestualidad (Thomas Bayrle), españoles con espíritu antibelicista (Equipo Realidad) o polacos de uniforme de cartón piedra (Jerzy Ryszard “Jurry” Zielinski). Puntos cardinales humanos que revelan un pretérito en que la Tierra dejó de ser el planeta azul, para metamorfosearse en una bola achatada por polos poperos.
Dentro de semejante universo de descubrimientos sorprendentes, la Tate Modern dedica especial atención a revisar los errores asociados injustamente con la corriente artística nacida en Inglaterra y Estados Unidos (con Nueva York como auténtica espina dorsal). Precisamente, una de las acusaciones más inverosímiles respecto al Pop Art radica en la visión simplista que enlazaba al movimiento con el sexismo marginador.
En este sentido, y por las obras que cuelgan en las salas, lejos de alejar de sus filas a las féminas (las cuales solían aparecer en poses mercantilistas cuando colaboraban como modelos), la corriente comandada por Warhol acogió en su colectivo a muchas creadoras, seducidas por la libertad de pensamiento y la inspiración vital.
Así lo acreditan los trabajos de Martha Rosler (con sus fotomontajes de cuerpos humanos desnudos, esquematizados en detalles de pechos, traseros y vientres recortados), la francesa Nicola L, la norteamericana Judy Chicago, o la española Eulalia Grau (que exhibe su escalofriante serie Pànic).
Los quince minutos de fama que demandó en su día el fundador de The Factory se han transformado en décadas de influencia reconocida, tiranizada por un Pop Art rico en expresiones, el cual todavía da vástagos voluntariamente afiliados a sus preceptos.
Y eso que, en su impetuoso nacimiento, algunos solo vieron un interés económico para nada perdurable…
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