La luz opaca se vela con blancura de ultratumba a través de las celosías. Mientras, los fantasmas demacrados con pigmentos reveladores juegan al escondite con el visitante, en el vetusto y regio inmueble que se levanta en el barrio toledano de la judería. Allí, tras ventanales ocultos por la penumbra y mantos de nocturnidad obligada se asoma el rostro de Doménikos Theotokópoulos (Grecia, 1541- España, 1614), con timidez de pinceles y lienzos rebosantes de anochecer, para dar la bienvenida a los huéspedes de su museo, de su albergue de fantasía y calma.
La casa de El Greco abre hoy sus puertas después de cinco años de reformas y martilleos constantes, con el objetivo no escondido de demostrar la pasión que la ciudad siente hacia uno de sus maestros más reconocidos, un hijo adoptivo que se convirtió en un castellano tan ilustre como el venerado Don Quijote, desde que en 1577 decidiera establecer su residencia en el enclave de tradición multicultural.
El magno edificio, situado en la histórica calle de Samuel Leví, conoció el momento de su inauguración en el lejano 1910, cuando el Marqués de Vega-Inclán se hizo cargo de engalanar el espacio para concitar el arte de uno de los grandes genios de la pintura española en el siglo XVI. El noble fue uno de los pocos que confiaron en un artista maldito por la incomprensión de la que fue fruto su obra, incluso transcurridas varias centurias desde su fallecimiento.
En el tiempo del heleno, Theotokópoulos tuvo que sufrir el escarnio público de mecenas tan lisonjeros como los pertenecientes a la monarquía, que se disputaban con sangre y fuego los favores de venerables flamencos como Rubens o inmortales italianos como Tiziano; antes de quedarse con el universo de expiación espiritual que conformaba la producción de El Greco.
El compatriota de Fidias se sintió maltratado ante el muro de las preferencias palaciegas, pero no por eso renunció a sus visiones futuristas de transformación de la materia pictórica. En sus telas se conjugaron la fe en estado puramente celestial con la admiración declarada hacia Miguel Ángel y el mencionado Tiziano. Usar la paleta sin que siquiera se notara, dar contornos vaporosos y acercarse al aura de unas figuras constantemente entre la realidad y el sueño fueron en los cuadros de este toledano de pro ejes de concepción visual que, pese a que no entusiasmaron a muchos de sus coetáneos, sorprendieron a generaciones de artistas en épocas posteriores.
Disfrutar con todo lujo de explicaciones de El Apostolado, San Bernardino o El Redentor; sin olvidar El entierro del conde de Orgaz (exhibido hasta el momento en la aledaña iglesia de Santo Tomé) y El caballero de la mano en el pecho es posible en un sentido más globalizador tras este trabajo de adecuación de la antigua casa donde habitaron Samuel Leví (tesorero del Rey Pedro I de Castilla) y el Marqués de Villena.
El pintor de las sombras vuelve a hacerse carne con la inauguración de su otrora hogar, en el que aún -y si la imaginación del turista está por la labor- se puede oler su perfume turbador a tintura de Más Allá y a sufrimiento de patetismo escénico.