El Arte gremial alegra la Tate
El Arte surgido de la vida cotidiana marca el pulso de la exposición British Folk Art, que tomará el museo londinense del 10 de junio al 31 de agosto.
¿Dónde está la diferencia entre una obra de arte y una pieza de artesanía?
¿Existe una esencia especial para establecer una frontera entre ellas?
¿Es posible licuar una fórmula infalible para identificar la grandeza frente a la normalidad?
En el mundo de las antigüedades se suele decir que si alguien toma, por ejemplo, su reloj de pulsera de unos pocos euros y lo entierra durante doscientos años; cuando éste sea recuperado, el artículo en cuestión será digno de exhibirse en las urnas de cualquier museo de arqueología.
Pero, ¿qué pasa con el Arte? ¿Puede un artesano de los de militancia gremial poner sus esfuerzos en orfebrería, en modelado de la porcelana o en el empleo de la aguja y el hilo junto a las inmortales paletas de los maestros de la pintura; o al lado de los eternos toques escultóricos de los anatomistas del mármol y la piedra?
Tal vez, las respuestas a estas cuestiones se hallen en la intención del propio individuo a la hora de planificar las metas de su trabajo. Aunque los años transcurridos también son capaces de dictaminar su juicio al respecto.
Una afirmación a golpe de calendario que la Tate Modern londinense ha planteado con la contundencia de cerca de doscientas piezas de ese arte calificado como popular, y que ocupará la segunda planta de la antigua central eléctrica del 10 de junio al 31 de agosto, albergado en la exposición British Folk Art.
EL ARTE NACIDO DE LA HUMILDAD
Botas gigantes de cuero, logotipos significativos de tabernas y pubs coetáneos de Dick Turpin, jarras tradicionales, ollas de acabado exclusivo, láminas surgidas de la desesperación rutinaria… Las numerosas formas con las que se expresaron los manufactureros británicos toman la palabra, para ofrecer al espectador la imaginación y eficacia de sus acabados profesionales.
Lo que la Tate Modern exhibe en sus entrañas es un pedazo de historia viva, un recodo de memoria social ubicado en los días que van del siglo XVII a mediados del XIX.
El viaje conlleva paradas necesarias en acontecimientos tan dramáticos como el de la Guerra de Crimea.
Pero, lejos de las visiones habituales del conflicto, la reflexión en esta ocasión toma el cuerpo de los bordados que cosían con esmero los soldados del imperio isleño, mientras esperaban la orden de entrar en combate y posiblemente hallar la muerte en la refriega. A través de unas sudorosas estocadas de color, estos militares calmaban su ansiedad, y dejaban para la posteridad sus nervios de acero y sus esperanzas de sobrevivir.
Pero la muestra del inmueble vecino del Támesis no centra su recorrido únicamente en objetos surgidos del anonimato, sino que también congrega un buen conjunto de obras firmadas por prestigiosos artesanos.
Una de estas figuras es la de la costurera Mary Linwood (1755- 1845), quien logró ser una celebridad de los telares, con sus reproducciones de famosos cuadros pintados por Reynolds, Gainsborough o Stubbs.
Acompañando a esta dama de aspecto cercano al de la escritora Jane Austen, los comisarios de la exposición (Martin Myrone, Ruth Kenny y Jeff McMillan) han desplegado escenas de paisajistas tan prestigiosos a nivel ciudadano como Alfred Wallis (1855- 1942) y de costumbristas de fábulas como George Smart.
Es posible que escondida entre las cuidadas paredes de la Tate Modern se atisbe tímidamente esa frontera entre el arte de altura y el que sólo hace mella en el quehacer diario de los seres humanos, esos especímenes que se alimentan con cucharadas de normalidad y perfección técnica.
Sin embargo, bajo los nubarrones de las centurias quemadas por el polvo, incluso el adjetivo de gremial es susceptible de elevar su maltrecho timbre, al compás de las campanas de la genialidad no asumida.
Más información, entradas y horarios en http://www.tate.org.uk