Allen Ginsberg reza por Naomi
Allen Ginsberg asalta las librerías españolas con la edición de “Kaddish” (Anagrama, Panorama de narrativas): un extenso poema dedicado a su madre.
Las lamentaciones escritas suelen estar humedecidas en el tintero de los recuerdos.
No es que las palabras sean las mejores aliadas para enjugar las lágrimas, pero sí confeccionan bálsamos capaces de aplacar el dolor que agrieta los huesos del esqueleto; aparte de sofocar el virus que astilla el calcio de la sensibilidad irritada.
Precisamente, de rabia desbordante y plumas suicidas, Allen Ginsberg (Newart, Nueva Jersey, 1926- Nueva York, 1997) bien podría considerarse un experto.
El poeta estadounidense, adalid de un grupo generacional curtido en las derrotas sociales y las batallas literarias, siempre anduvo a tientas por los dogmas de la religión de su niñez: el Judaísmo.
Una espiritualidad heredada que sirvió al autor para construir su propio kaddish (plegaria tradicional hebrea, que normalmente se utiliza para ensalzar el nombre de Dios), aunque alimentado con las experiencias magulladas que vivió al lado de su madre, Naomi Livergant Ginsberg (aquejada de una enfermedad mental, y muerta el 9 de junio de 1956).
El fantasma de su progenitora y las imágenes traslúcidas de esta mujer, quien le influyó más si cabe que su padre (el también poeta Louis Ginsberg), fueron los motores que iluminaron al entonces joven Allen en la elaboración de Kaddish.
Una obra de curso nostálgico y reflexivo en la que el responsable de Aullido deshace los nudos de su alma, los eslabones ocultos de su poliédrica personalidad.
ALLEN GINSBERG Y SU ORACIÓN
Urbano y polisémico, este libro del natural de Nueva Jersey tiene la forma simbólica de un amplio río existencial, jalonado por múltiples afluentes; en los que AG licua su problemática filosofía activa, ubicada sobre los pilares sobrios y meridianos de maestros imaginarios como Walt Whitman.
Encerrado voluntariamente en el Beat Hotel de París, el norteamericano inició su discurso fúnebre en diciembre de 1957, y lo concluyó en la urbe del Empire State, en 1959.
Una singladura de anfetaminas como principal savia rectora que dio como resultado un volumen imprescindible, cadencioso en su evolución; además de arañado por rimas arrancadas a los abismos infernales, nostálgicos paraísos de esencias consanguíneas.
Cada verso de Kaddish es un desgarrón en el pulso de Ginsberg, como si las frases contribuyeran a evitar la desintegración del escritor; y modelaran la figura de un rapsoda sin intelectualidades caducas, eternamente comprometido con la fuente de las desilusiones esperanzadoras.
Narrativo en su desarrollo, el trabajo del amigo de Bukowski y Kerouac alcanza la plenitud creativa con un lenguaje directo y espinoso, sin elementos ajenos al mensaje que procura transmitir.
Oratoria tan acerada que produce heridas profundas en la retina, tan valiente como el kamikaze que estrella su avión contra la superficie rocosa de una montaña.
“No hay nada más que decir y nada por lo que llorar”, sentencia Irwin Allen Ginsberg en Kaddish; y, con la razón de los cerebros en continuo estado de brillantez, el público asiente cual convidado de piedra.
No en vano “probablemente, se trate de la voz poética más extraordinariamente influyente en Estados Unidos desde Walt Whitman”, como dijo en una ocasión Bob Dylan.
Palabras de reconocimiento sincero a un rapsoda en busca de respuestas, elevado a las alturas del universo con los acordes sinuosos de una plegaria maternal.
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