Thomas Piketty se ha esforzado por encontrar las causas de la desigualdad social a lo largo de la historia.
Desde las concentraciones estamentales o feudales, hasta el postcolonialismo y la era del capitalismo salvaje de raigambre tecnológica; la mayoría de los seres humanos del pueblo llano siempre ha compartido sus días con el amargo sabor de las “uvas de la ira”, bilis que ensombrece irremisiblemente sus ansias de acercarse a una existencia plena. Ni siquiera las revoluciones proletarias de principios del siglo XX consiguieron solventar el abismo existente entre los privilegiados y los desheredados del bienestar económico: esos entes asfixiados por la zozobra material, a los que Víctor Hugo dedicó Los miserables.
Tras el éxito de El capital en el siglo XXI (2013), el economista francés regresa a sus tesis sobre las causas y efectos de la desigualdad actual y pretérita, en Capital e ideología (Deusto). Un documentado texto, donde ha podido contar con la indispensable base de datos de la World Inequality, que incluye cifras relativas a Brasil; India; Sudáfrica; Túnez; Líbano; Costa de Marfil; Corea; Taiwán; Polonia; y Hungría. Así como aproximaciones a las realidades fiscales de China y Rusia.
Y el resultado de tales pesquisas lleva a Piketty a pensar que el ADN de la desigualdad no es económico ni tecnológico, sino más bien ideológico y político. Revelaciones que marcan el territorio de la injusticia social en la virulenta zona del individualismo y la ambición personalista.
“Todas las sociedades tienen necesidad de justificar sus desigualdades: sin una razón de ser, el edificio político y social en su totalidad amenazaría con derrumbarse“. Esta cita es la que da comienzo al inteligente y expansivo estudio de Piketty, con el que pretende aportar claridad al problema del sectarismo clasista.
THOMAS PIKETTY DESCUBRE LA RAÍZ DEL PROBLEMA
Históricamente, las sociedades han promovido que la existencia de ricos y pobres tiende a promover el equilibrio natural en la evolución económica de la especie humana. Un pensamiento basado en la asunción de que la desigualdad es intrínsecamente buena.
Tales tesis se han prolongado hasta la actualidad, donde los grandes empresarios y las multinacionales venden la falsa idea de que es necesario que los supuestamente elegidos estén en lo más alto de la pirámide social, y dirijan los destinos de los trabajadores.
Ante semejantes preceptos, Piketty propone el antídoto -o la medicina- de una especie de socialismo participativo, o social-federalismo. Conceptos que contemplan la posibilidad de romper las barreras de la marginación, a través de la colaboración comunitaria, sin elitismos de por medio.
La crisis del siglo XXI resucitó fantasmas de la revolución industrial, como el que consistía en concebir la cadena de producción como causa principal del empobrecimiento poblacional. Sin embargo, ese ludismo tecnológico no salpicó al placentero dominio del capitalismo neoliberal. Semejante realidad favoreció a que los más ricos aumentaran sus ganancias, favorecidos por el caos generalizado; y a que las titánicas corporaciones multiplicaran exponencialmente sus beneficios.
“En las sociedades contemporáneas, el relato dominante es fundamentalmente el propiestista, empresarial y meritocrático: la desigualdad moderna es justa, puesto que deriva de un proceso libremente elegido, en el que todos tenemos las mismas posibilidades de acceder al mercado y a la propiedad“. Frente a estas palabras, que esgrime Piketty en su libro, resulta interesante poner en cuestionamiento el término de libertad.
¿El ser humano realmente goza de las mismas posibilidades, o es otra falacia ideológica del capitalismo reinante?