Series míticas: Los últimos días de Pompeya

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Peter Hunt adaptó la novela de Bulwer-Lytton en una miniserie de 1984
Peter Hunt adaptó la novela de Bulwer-Lytton en una miniserie de 1984

En el año 79 de la era cristiana, el Vesubio escupió su lava destructora por las calles de la que se había convertido en la capital de recreo para el imperio romano. Bajo este desolador manto de mortandad y cuerpos calcinados, varios siglos más tarde el político, dramaturgo y novelista Edward George Earl Bulwer-Lytton (Londres, 1803- Turquía, 1873) encontró -acurrucado entre el polvo surgido de las entrañas de la tierra- el intenso relato de un griego con honor, una bella seguidora de una secta corrupta, un maquiavélico sacerdote egipcio, una frágil y trágica esclava ciega y un gladiador de cincelados músculos y buen corazón. El parlamentario británico bautizó a esta trama nacida del caos como Los últimos días de Pompeya y, desde su publicación en 1834, el éxito nunca abandonó a esta muestra del romanticismo anglosajón.

El influjo de las páginas manuscritas con estilo clásico por el autor decimonónico prendió fuerte en la mente creativa del director Peter Hunt (Londres, Inglaterra, 1925- 2002, Santa Mónica, California, USA), quien metamorfoseó el argumento impreso en una sorprendente serie para la pequeña pantalla -titulada Los últimos días de Pompeya– que vio la luz en 1984, producida por Columbia Television y la RAI italiana.

Durante tres episodios, los espectadores de todo el mundo pudieron deleitarse con los amores del heleno Glauco, un aristócrata -con rigor y comportamiento propios de la polis en la que se había educado- que recalaba en Pompeya con el fin de hacer negocios lucrativos, para engrosar su ya cuantiosa fortuna. En esta urbe dedicada al comercio y al hedonismo sin límites, el protagonista caía preso de amor ante la mirada de la enigmática Ione, cuya voluntad y la de su hermano Antonio estaban dominadas por el poder sacrílego de Arbaces: un líder religioso entregado a una deidad figurada, que le proporcionaba suculentos emolumentos crematísticos a base de rituales en los que no mediaba ninguna espiritualidad.

Todo esto ocurría en una época en la que el Cristianismo era perseguido por su oposición a la domesticación imperialista exportada desde Roma, una corriente de unión sacramental que en Pompeya profesaban personajes como el del fortachón herrero Olinto y el siervo Pedro.

Semejante guion sirvió a Hunt para concitar frente a la mal llamada “caja tonta” a millones de televidentes, que se rindieron a una más que digna miniserie rodada en los míticos Pinewood Studios y en exteriores naturales de las ruinas de Pompeya y Nápoles. El rigor escénico con respecto al libro original impuesto por el veterano realizador fue una de las señas de identidad desde la gestación del proyecto, en un intento por reivindicar la riqueza narrativa de un literato algo desprestigiado en su tiempo, por su adhesión a una forma de redactar que tildaron muchos entendidos de caduca y poco dada a introducir elementos de vanguardia descriptiva.

Retrato de Edward Bulwer-Lytton
Retrato de Edward Bulwer-Lytton

La elección por parte de los responsables financieros de un cineasta como Hunt para comandar el barco del serial ya indicaba la importancia de la apuesta. El artista londinense suponía un valor más o menos seguro cuando aceptó hacerse cargo de la dirección de Los últimos días de Pompeya. Después de haber firmado películas tan taquilleras como 007 al servicio de su majestad (1969), Oro (1974) y Gritar al diablo (1976), la pequeña pantalla fue para este hombre fogueado profesionalmente entre fotogramas como una manera de continuar con su carrera en el terreno audiovisual. Además, ser cabeza pensante de un trabajo como el orquestado, con pretensiones muy por encima de otras producciones de similar naturaleza, no era un encargo cualquiera.

El presupuesto más que notable con el que contó Hunt le ayudó no solo a grabar en los sitios en los que todo realizador desearía adentrarse al pretender una adaptación del texto de Bulwer-Lytton; sino que también le granjeó la capacidad de seducción suficiente para reunir un reparto de campanillas y traca de feria para la década ochentera. Tal cuadro dramático estaba integrado en sus papeles principales por el inglés Nicholas Clay (Glauco) y la argentina de nacimiento y británica de adopción Olivia Hussey (Ione); ellos lideraban un elenco en él también gozaban de una presencia más que notoria la expresiva Lina Purl (Nydia), el fornido Duncan Regehr (Lydon), el sex symbol Tony “Espacio 1999 Anholt (Lépido), el apolíneo David Robb (Salustio), el simpático Gerry “Los Mallen” Sundquist (Clodio), el guaperas Benedict Taylor (Antonio), la musa de Lucio Fulci Catriona MacColl (Julia), el orondo Ned Superman” Beatty (Diomedes), el veterano Ernest Borgnine (Marco), el atlético Brian Blessed (Olinto), el camaleónico Franco Nero (Arbaces) y la bella sin parangón Lesley-Anne Down (Cloe). Sin olvidar al legendario Sir Laurence Olivier, quien se encargó de la parte de Gaius, antes de repetir con Hunt caracterizado como Hess en el largo Patos salvajes II (1985).

La miniserie de 1984 pasa por ser la mejor versión de la obra del primer Barón de Lytton; y eso que las traducciones en formato de celuloide se han ido sucediendo desde el tiempo del cine mudo (quizá, las cintas más recordadas sean las homónimas recreaciones de 1935 y el péplum de 1959, protagonizado por el titánico Steve Reeves).

Muy pronto, la ciudad de Pompeya volverá a ponerse de actualidad con la visión del desastre del Vesubio que en estos momentos prepara Ridley Scott en tareas de productor; aunque en esta ocasión sea la novela Pompeya, best-seller de Robert Harris con guion de Robert Towne, el objeto de la traducción a imágenes en movimiento.

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