Series míticas: Islas perdidas (The Lost Islands)
En los años setenta y el primer lustro de los ochenta, Australia –a nivel televisivo- era mucho más que simplemente un lugar donde los documentales lucían muy bien, con los canguros y cocodrilos como protagonistas principales. Durante el tiempo de las patillas a lo bandolero y los pantalones campana, de los movimientos al estilo de Fiebre del sábado noche y el gusto por las películas underground de inspiración camp y amateur, las producciones para la pequeña pantalla grabadas en la antigua colonia penal colmaban el entretenimiento de los espectadores del planeta; al tiempo que se congraciaban de estar a similar altura a la de sus hermanas británicas y estadounidenses. Tierra de esperanzas, El valle secreto, Sarah Jane, Retorno a Edén, El pájaro espino y, como no, Islas perdidas fueron claro ejemplo de ello. Precisamente, esta última marcó un hito en las obras a seiscientas veinticinco líneas de carácter juvenil; hasta el punto de ser considerada un antecedente claro de famosas creaciones posteriores, desde Viaje fantástico a la actual Perdidos.
Treinta y cinco inviernos peinan ya las canas de las aventuras oceánicas narradas en Lost Islands, escenificadas por un quinteto de adolescentes que se quedaban olvidados en un enclave oculto del globo terráqueo; sitio soleado donde sus habitantes continuaban con las costumbres aldeanas heredadas del siglo XVIII. La idea original de Islas perdidas partió de la mente del sagaz Michael Laurence. En esos momentos, la realidad social que se tenía de la juventud era la de la “chispa de vida”, una especie de recuperación del espíritu emocional solidario en el que los chavales pudieran comprender el compromiso ecológico de un planeta que se debatía entre el pacifismo intelectual y el politiqueo de la Guerra Fría. La ensoñación de un futuro mejor, con nuevos valores, llamó a numerosas experiencias en las que los jóvenes aprendían a coexistir con otros de su misma situación, siempre en perpetua confusión de valores. A tal efecto, los vientos setenteros fueron los adalides de la filosofía de los campamentos de verano o de las jornadas granjeras en los kibutz israelíes. Laurence perfiló la esencia de esa tesis para conformar el eje conceptual de la serie; al montar a sus protagonistas en una Operación Quetzal, a bordo de la nave Nuevo Mundo. En su interior, unos cuarenta chicos de distintos países participaban en un viaje alrededor de la geografía continental. Pero una tormenta acababa con las ilusiones de esta Torre de Babel marítima. La totalidad de la tripulación era rescatada, salvo el quinteto compuesto por Tony, Ana, David, Su-Ying y Mark. Estos teenagers en apuros no pudieron abandonar el barco con los otros; por lo que se quedaban más solos que la una. Sin posibilidad de salvación, finalmente, los críos avistaban un islote supuestamente abandonado.
Semejante punto de partida interesó sin reservas a la oceánica empresa audiovisual Ten Network, cuyos financieros se encargaron de convencer a sus amigos norteamericanos de Paramount para que apoyaran la elaboración del serial. Lo costoso del proyecto, rodado en exteriores naturales durante la mayor parte de su metraje, hizo que los 26 episodios que lo completaban constaran de una duración de unos 25 minutos cada uno. Y, tras estos preliminares y la elección del equipo técnico y artístico, Islas perdidas comenzó su andadura en las ondas catódicas en 1976.
Su primera emisión en Australia fue un éxito casi sin precedentes, sobre todo en un país que no estaba acostumbrado a que los extranjeros se interesaran mucho por sus productos televisivos. Así, la creación de Laurence saldó su cuenta con los estudios generadores tras su venta a España, Reino Unido, Francia, Israel, Nueva Zelanda, Asia o USA; logrando que su tema musical (compuesto por Bob Young, y con letra de Michael Caufield) fuera la seña de identidad de un guion que los pequeños seguían semana tras semana sin perderse una escena de tan emocionante argumento.
Aunque, tal vez los que no hayan visto la serie piensen que la cosa era un poco sosa con una ingenua llegada a lo Robinson Crusoe de un grupete de menores de dieciocho años. No obstante, el asunto se animaba con un planteamiento temático cercano al misterio y a lo sobrenatural. El lugar en el que caían los chavales, que se llamaba Tambu, estaba presidido por un ser maligno al que se identificaba como Q, del que los lugareños contaban que tenía más de doscientos tacos, merced a la posesión de la ansiada hierba de la inmortalidad. Los diferentes enfrentamientos de los tres boys y las dos girls con este monstruoso gobernante, sin rostro visible, marcó la evolución de esta genial y entretenida obra de televisión.
En cuanto al reparto, los responsables echaron mano de un elenco nada famoso, que se ajustaba como un guante a cada uno de los roles que les había otorgado el director de casting. De esta forma, el rubio Tony Hughes se hizo cargo del peleón y atlético Tony; la tristemente fallecida Jane Vallis (que había alcanzado cierta notoriedad después de su participación en el filme Picnic en Hanging Rock, a las órdenes de Peter Weir en 1975) hizo lo propio con la cabal Ana; Robert Edgington puso físico al inteligente David; la asiática Amanda Ma (la única que siguió con su carrera como actriz, y que ha participado recientemente en el serial Bed of Roses) encarnó a la bella Su-Ying; y Chris Benaud (actor que venía de aparecer en Class of’74 y Glenview High, y que ahora se dedica a la comunicación) se metió con verosimilitud en la psique del simpático Mark. Ellos fueron los que dieron el tipo, junto a los guiones de cada episodio, para hacer de Islas perdidas un título de referencia, que antecedió a cintas del género de náufragos pre-adultos tan mediáticas como El lago azul y Paradise.
Y todo lo consiguieron hace ya siete lustros…