Rafael acercará a Madrid el enigma de la belleza impoluta
Treinta y siete primaveras de vida, y aún así logró firmar una de las páginas más brillantes de la historia del Arte. Los pinceles del joven nacido en Urbino estaban tocados –desde su precocidad infantil- con una especie de amalgama mágica, que arrancaba profundidad de llanto amargo, sabiduría humana y perfección hiriente, en cuanto su herramienta profesional descargaba su sinfonía compositiva sobre los fondos neutros de las telas y los muros estucados. Misterioso y sublime, inalcanzable y excelso; así se puede catalogar al autor de La escuela de Atenas y a sus fantasías de pelo y espátula, escenas de oro e incienso que -pese al tiempo transcurrido- siempre preservan a flor de pigmento la novedad de lo inmanente. Una ópera de arias cromáticas y sfumatos seminales que sin duda entonará su coro de admiración, en la exposición que el Museo del Prado tiene previsto dedicar al maestro renacentista; cita imprescindible que se prolongará desde el próximo 12 de junio hasta el 16 de septiembre en la pinacoteca capitalina.
El último Rafael, nombre con el que ha sido bautizada la muestra, presentará por primera vez –y en colaboración con el Museo del Louvre– uno de los conjuntos más importantes en la producción de Rafael Sanzio (Urbino, 1483- Roma, 1520) y del taller que él mismo comandaba; y cuyos discípulos más influyentes fueron Giulio Romano y Giovanni Francesco Penni.
Amparada por el excelente edificio de Villanueva (en sus salas A y B) y el remodelado claustro de Los Jerónimos (sala 49), las más de setenta creaciones del genial pintor y arquitecto dialogarán, en plena canícula veraniega, con los visitantes que se acerquen a su teatrillo, de trazos enérgicos y devoción por la elegancia en el gesto y el semblante.
Durante la denominada etapa romana (posterior a épocas en Umbría y Florencia), el maestro transalpino dedicó sus días y noches a inmortalizar su talento a través de sus charlas directas con la divinidad; abriendo las puertas celestiales a través de las Estancias Vaticanas que Julio II y León X le encargaron engalanar. Allí, el joven virtuoso de las formas y el dibujo pudo compartir escenario con otro de los popes de la plasticidad de todos los tiempos: Miguel Ángel Buonarotti. Dicen las crónicas que la rivalidad entre ambos era más que evidente, pero entre los dos se estableció una delicada influencia de contorsiones y versatilidad anatómica, que hizo emerger -de las profundidades de unas manos prodigiosas- parte de los testimonios más sinceros e inquebrantables en la vulnerable belleza de la historia de la pintura.
Vástago de un artista de gama media (Giovanni Santi), Sanzio comenzó a interesarse por el oficio de su padre a muy temprana edad, emborrachado desde casi su primer llanto por la sensualidad espolvoreada mediante caballetes esperanzadores. Admirador de Leonardo da Vinci (del que le separaban unos seis lustros generacionalmente), el pequeño autor de la inconmensurable beatitud de Santa Cecilia tomó su aprendizaje de sabios y sorprendentes modelos tutoriales, como Paolo Uccello y Pietro Perugino (respecto a este último hay algunas divergencias sobre la posibilidad de que Rafael se formara en su escuela, siempre siguiendo los comentarios de Giorgio Vassari). De las secuencias sorprendentes desarmadas en los cuadros de maestros semejantes, el de Urbino procuró esculpir su propio estilo. Labor en la que no tuvo excesivas dificultades, ya que pronto se impusieron entre los entendidos sus virtudes de niño prodigio, reproducidas a través de sus excelentes autorretratos y dibujos. Unos bocetos de papel y carboncillo en los que la exquisitez de sus trazos, las líneas constantemente retadoras, los rasgos hermanados con la senda paradisiaca de tridimensionales sensaciones y la apariencia ajena a la frialdad de los materiales usados conformaban una riqueza artísticamente sobrenatural, sobre todo para un chico que aún no se había asomado a su faz como hombre adulto.
El hecho de que el escenógrafo de El Parnaso y La disputa del sacramento fuera escogido para dejar su huella en las paredes del Vaticano, cuando solamente contaba veinticinco aniversarios, habla con bastante elocuencia de las dotes del chaval de Urbino: uno de los más grandes representantes del arte occidental, concitador de una senda curricular equiparable en logros a la de Miguel Ángel, Leonardo, Tiziano, Botticelli, Caravaggio…
Las cuarenta pinturas y los treinta dibujos que confeccionan El último Rafael llenarán el museo de la Villa y Corte de leyendas sobre amores pasionales (no hay que olvidar que si La Fornarina no se hubiera cruzado en el camino del creador, probablemente este hubiera vivido algo más), regalos de oleosas esencias entregados directamente al Supremo Hacedor y relatos de sueños posibles, únicamente transformables con el pulso de alguien bendecido con las visiones de un espíritu en constante estado de euforia pigmentada. Alguien como Rafael Sanzio de Urbino.
Más información, horarios y entradas en http://www.museodelprado.es