“Los hijos de Kennedy” buscan en Madrid al padre que falleció hace medio siglo
¿Dónde fueron aquellos jóvenes que proclamaban en mayo del 68 el acceso al amor libre, denunciaban la proliferación interesada del comercio armamentístico y soplaban pompas de jabón con el lema de acabar con las injusticias sociales? Resulta irónico que los pasos decididos de esos maniquíes tendentes al hipismo y a la contracultura se convirtieran -a través de décadas de cansancio- en los adalides de la especulación, la crisis inmobiliaria, los desahucios bancarios, las privatizaciones inhumanas y los recortes del bienestar ciudadano, pústulas infecciosas de este siglo XXI. A vista de actualidad, queda demasiado descolorido el añejo día en que estos tipos pensaron en unión (aunque sólo fuera por unos instantes de asfalto almidonado) en la posibilidad de las utopías redentoras. Dentro de semejante grupo de idealistas traicionados por la burocracia, el dramaturgo texano Robert Patrick (1937) fue uno de esos seres con teorías vitriólicas, un componente más puro de la generación de las consignas supuestamente rompedoras: flor y nata de la bohemia, que perdió el rumbo entre la asunción de una mal digerida madurez y su nostalgia hacia un pasado antagonista de la uniformidad.
Así, con recuerdos de pergamino maltratado por la tinta y versos de campaña sin techumbre, el escritor estadounidense vistió con palabras de tragicomedia su obra Los hijos de Kennedy (estrenada originalmente en la parte trasera de un bar londinense, en 1973); crónica ácida relativa a las ilusiones enterradas por la realidad, la cual toma -desde el pasado 16 de octubre– impulso de manifestación autorizada en el interior del Teatro Cofidís de Madrid (Alcalá 20).
Identificaciones pasionales
Como reza el título del fresco elaborado por RP, si hubiera que tomar un referente más o menos claro de los pretéritos años sesenta ése sería John Fitzgerald Kennedy. El que fuera presidente de la nación más potente del planeta se antoja, tras su legado, como un revulsivo contra el adocenamiento de regla y cartabón y el tradicionalismo con olor a mohoso. En su apostura de atleta enfermizo, JFK supo encarnar como pocos el estado general de un mundo que deseaba dejar atrás los estigmas de la Segunda Guerra Mundial. Planeta terráqueo partido en dos, mutilado en sus afectos y en sus odios, merced a la llamada política de bloques.
El mandatario norteamericano se transformó en el santo y seña de una sociedad en continuo cambio, y que vivió en sus carnes acontecimientos como la proliferación del modus vivendi beat, las luchas constitucionales para frenar la segregación racial, el florecimiento cultural del neurótico Expresionismo abstracto y las aristas aparentemente vacuas del Pop Art y el imperio de frases como “haz el amor y no la guerra“. Incluso Hollywood halló su particular renacimiento popular al ritmo metafórico de las pin-up (entre las que sobresalió la rubia Marilyn Monroe) y de los rebeldes sin causa con tupé al estilo de James Dean y Elvis Presley.
Todos estos ingredientes sirvieron a Patrick para construir su pieza escénica, en la que cinco personajes se topan en bares de distinta naturaleza y credo alcohólico. Los miedos y frustraciones de Carla, Wanda, Rona, Sparger y Mark (a la par de sus alegrías de barra y surtidor) configuran una acción que pasa revista a asuntos tan mediáticos y universales como el de la contienda en Vietnam, la muerte de Martin Luther King, la entronización del rock al calor de míticos festivales como Woodstock 69, la crisis de los misiles de Cuba, la invasión de la isla de Granada, la construcción del Muro de Berlín o el bautismo químico de la píldora anticonceptiva.
Esas son las cuerdas que dibujan el ring de Los hijos de Kennedy. Un cuadrilátero donde se pelea con constancia y determinación el quinteto actoral, que -para las representaciones en la Villa y Corte– cuenta entre sus integrantes a los televisivos y cinematográficos Maribel Verdú, Emma Suárez, Ariadna Gil, Fernando Cayo y Álex García. Cuadro artístico que guía con el pulso de Virgilio el veterano José María Pou.
Al final, después de las discusiones de corrillo y del sarcasmo en la sintonía del piano man de Billy Joel, queda la atmósfera envolvente de un período que se ha ido como el humo, herido mortalmente por la daga de la corrupción; y cuyo futuro enmarcó el violento magnicidio cometido contra John Fitzgerald Kennedy el 22 de noviembre de 1963 (ocurrido en la petrolera ciudad de Dallas).
Reflejos de un tiempo en blanco y negro de amargura y color de instantánea de kodak que acude a la actualidad madrileña igualmente en formato de fotografía; en concreto a través de las 250 imágenes que ilustran el volumen Kennedy. El álbum de una época, y que edita La Fábrica (con motivo de los cincuenta años del asesinato del hombre que proclamó “I am a Berliner”). Una ventana al pasado sobre la que existe completa información en el enlace http://www.puntafinanews.com/2013/11/Kennedy-jacques-lowe/
Más información, entrada y horarios de Los hijos de Kennedy en http://www.teatrocofidis.com