¡Hable inglés con la clase “Pigmalión”, en el Garrick Theatre!
Después de cerca de un siglo desde su publicación inicial -hecho literario que ocurrió en 1916, provocado por la aleación indisoluble entre la pluma y el talento de George Bernard Shaw-, la historia del fonetista británico (Henry Higgins) y de la florista del Covent Garden (Eliza Doolittle) regresa a la escena de Londres, en un espectacular montaje dirigido por el veterano Philip Prowse. Y lo hace en un presente tecnológico en el que la palabra se ha vuelto esquemática, algo vacía de alforjas y sumamente torturada -en no pocas ocasiones- por pronunciaciones mediáticas carentes de cualquier rigor idiomático.
El místico amor que el profesor Higgins siente hacia los sonidos del habla de la tierra de Excalibur se actualiza en este siglo XXI con el estilizado físico de Rupert Everett (Burnham, Deepdale, Norfolk, U.K, 1959), en una actuación que parece irle como anillo al dedo. El protagonista de filmes como el generacional Otro país y el costumbrista Bailar con un extraño es sin duda el mayor reclamo del elenco de actores que se sube -desde mayo- cada noche a la tarima del londinense Garrick Theatre (Charing Cross). Aunque, en el caso del conocido intéprete, los espectadores solamente podrán degustar su cuidada dicción hasta el próximo 13 de agosto. A partir de la representación de esa fecha, y hasta la clausura de la obra prevista para el sábado 3 de septiembre,el papel del excéntrico experto en lenguaje poseerá el físico del más que competente Alistair McGowan (Evesham, Worcestershire, Inglaterra, 1964), quien intentará mitigar el generoso recuerdo desplegado en la sala por la estrella de La importancia de llamarse Ernesto.
Por lo demás, el libreto cuenta con todos los atractivos que le hicieron célebre nada más estrenarse en los primeros berridos de la vigésima centuria. La acción sigue comenzando en los aledaños del Covent Garden, un templo de cultura en el que se concitaban las vendedoras callejeras a finales del XIX y principios de XX; unas comerciantes de bajo calado social que ofertaban sus productos a viva voz, con más faltas gramaticales en sus breves discursos que las de muchos de los contertulios televisivos que pueblan las cadenas de la tan cacareada tdt. Perteneciente a ese grupo de féminas del grito profesional, la joven Eliza Doolittle se acomoda en la nocturnidad con el objetivo de ganar unos peniques con los que llenar el buche a diario. La chica está abonada a una verborrea de naturaleza cockney, con lo que patea el diccionario cada vez que suelta alguno de sus improperios. Nada más escuchar a la muchacha, el elitista Henry Higgins propone a su compañero de aventuras intelectuales –el coronel Pickering– una apuesta, consistente en convertir a la barriobajera de la cesta al costado en una dama capaz de codearse con lo más selecto de los círculos imperiales.
El reto está sobre la mesa, y el tiempo corre en contra del vanidoso maestro. Sin pensarlo dos veces, el hombre aloja a la heredera de Eva -con churretones en las mejillas- en su nada modesta casa; y allí se pasa las horas muertas intentando transformar a la chabacana señorita en un cisne, cuyo ecosistema habitual fueran los grandes salones de trascendencia aristocrática, en vez de las callejas de la urbe del Támesis. Lo que no podía prever el Sr. Higgins es que iba a enamorarse de su propia creación.
Bernard Shaw ideó el texto de Pigmalión tomando como base narrativa una célebre leyenda mitológica, escrita por Ovidio. En ella, el autor clásico hacía referencia a un artista que perdía la cabeza por la belleza de su propia estatua. Ante tal sentimiento de pureza pasional y romántica, los dioses se compadecían del creador y –cual Pinocho; pero sin hada azul, ni grillo, ni anciano maderero de por medio- dotaban de carne y calor humano al marmóreo cuerpo de la pétrea modelo. El responsable de Saint Joan se sintió realmente interesado en comprobar si era posible adaptar tal relato a la época de principios de la centuria de la Primera y la Segunda Guerra Mundial; y demostró que sí.
En el momento de la redacción de Pigmalión, corrían tiempos en los que los estudiosos de las islas se rasgaban las vestiduras ante la degradación de la lengua de Shakespeare; por lo que la pieza de Shaw fue recibida con el adecuado beneplácito. Tal fue el impacto que, lejos de caer en el olvido, el séptimo arte se apresuró a versionar el aleccionador texto. Primero acogiéndose a la literalidad de los diálogos y la trama ideados por el dramaturgo, en el homónimo largometraje dirigido por Anthony Asquith y Leslie Howard (también protagonista delante de las cámaras), en 1938; y, décadas posteriores, transformando el argumento en un musical, titulado My Fair Lady (George Cukor, 1964).
El trabajo que ocupa desde mayo los escenarios del Garrick Theatre continúa por la senda marcada a través de la energía sensitiva de Bernard Shaw, trayendo al presente la galería de personajes que causaron risas y trastornos dramáticos en el público de hace noventa y cinco temporadas. Un cuadro interpretativo que, aparte de Everett y McGowan, cuenta con la presencia de Kara Tointon (la actriz que alcanzó la fama tras su aparición en el culebrón Eastenders hace de la explosiva Eliza Doolittle), Dame Diana Rigg (la antigua estrella de Los vengadores se mete en la piel de la Sra. Higgins) y del veterano Peter Eyre (como el coronel Pickering).
Todos ellos ponen su granito de arena para que, independientemente de la procedencia del que recibe el mensaje, la gente vocalice como mandan los cánones. Algo así como limpiar, fijar y dar esplendor a la misma lengua que compartieron -en un pasado glorioso de letras con alma, corazón y vida- Oscar Wilde, William Shakespeare o Charles Dickens.
Más información, venta de entradas y horarios en http://www.westendtheatre.eolts.co.uk