Crítica de cine: Guerra Mundial Z

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Pocos seres de ultratumba han dado más beneficios a la industria cinematográfica como lo han hecho los zombis. Desde que George A. Romero saliera de la sala de montaje con La noche de los muertos vivientes bajo el brazo (cinta cuya eficacia terrorífica residía básicamente en la naturalidad con que estaba rodada), este subgénero entre la ciencia ficción y el miedo apocalíptico ha ido estirándose como un chicle, siempre pendiente de retroalimentarse con sorpresivas -y supuestamente innovadoras- perspectivas.

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Precisamente, dentro de esa variante -destinada a primar los puntos de vista medianamente vírgenes sobre la conocida trama de cadáveres andantes, con ansias de cargarse a la humanidad- es en la que busca su identidad Guerra Mundial Z. Una epopeya filmada con presupuesto millonario, en la que la autoría del singular Marc Forster (a quien todavía se le recuerda por las buenas sensaciones de Monster’s Ball, probablemente el mejor título de su filmografía) queda velada por la sucesión sin tregua ni pausa de efectos digitales, además de por la necesidad de ofrecer un espectáculo de traca fallera a partir de la secuencia inaugural.

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No obstante, cabría preguntarse si esta adaptación de la homónima novela de Max Brooks (sí, es el hijo del humorista y visionario productor de cine y teatro Mel Brooks, parentesco que se han aprestado a propagar por el planeta los mass media) tiene en realidad algún mínimo atisbo de originalidad. Para empezar, el responsable de Quantum Of Solace se aleja voluntariamente de las plagas zombis clásicas caracterizadas por lo de “más cerebros y carne poco hecha, por favor”, para refugiarse en la tangencial tesis de la enfermedad vírica.

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De esta manera, el guion orquestado por los expertos Drew Goddard (Monstruoso), Damon Lidelof (Prometheus), Matthew Michael Carrahan (La sombra del poder) y J. Michael Straczyniski (Thor) dirime sus conflictos en el campo médico, con el consiguiente mensaje relativo a las consecuencias genocidas de las políticas irresponsables con el medio ambiente. Pero el camino que transita el largometraje no es absolutamente rompedor, ya que el discurso y los márgenes descriptivos que utiliza recuerdan mucho a filmes como Amanecer de los muertos (Zach Snyder, 2004), 28 días después… (Danny Boyle, 2002) y 28 semanas después… (Juan Carlos Fresnadillo, 2007).

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Los difuntos vivientes de Forster no comen hombres, mujeres y niños a lo loco, ni siquiera presentan el voraz apetito de sus hermanos de camposanto incluidos en la película sesentera de Romero. Es más, en términos estrictos, no se puede ni precisar si estos seres están científicamente fallecidos; o simplemente infestados por una enfermedad que es como el polvo vudú, pero transmitido a mordiscos y sin ceremoniales de santería haitiana de por medio.

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Tal escenario le da pie al realizador para construir un engranaje dramático confeccionado al más puro estilo de los blockbuster estadounidenses. Mecano de piezas inamovibles en el que ocupa un puesto privilegiado la familia Lane: clan formado por una pareja inteligente y activa, quienes luchan para salvar a sus dos hijas del ataque de los monstruos acosadores. Esto ayuda a la historia a saltar con interés emocional de la masacre colectiva al universo individual de unos personajes que, en definitiva, no van más allá que del esquema formal. Recurso que se diluye rápidamente, sobre todo por la poca contundencia que adquiere en el libreto el aspecto sentimental, frente a la omnipresente extermanición terráquea de la que se desconocen sus verdaderas causas.

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En ese cosmos de disparos a los muñecos de los ojos en blanco y las babas insultantes, Brad Pitt entrega Forster una interpretación esforzada y eficaz, siempre atenazado por las cadenas artísticas que le plantea un argumento diseñado a base de cartas trucadas: baza de mesa taquillera en la que el espectáculo puro y duro es el que maneja la partida, aunque sea disfrazado de obra en apariencia reflexiva (el guion nunca apuesta por razonamientos más profundos, del tipo de los expresados en The Road).

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Al lado del chico de Angelina Jolie, el resto de los actores cumple en sus respectivos papeles, con la determinación de saberse simples convidados de piedra; porque, hasta los no-muertos carecen de mayor relevancia que la de ser dianas andantes de los supervivientes. Mal endémico desde el aspecto de las caracterizaciones en el que -aparte de Pitt– cabría resaltar la participación de la solvente Daniella Kertesz (en la piel de la valiente soldado Segen).

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Sin embargo, algo novedoso sí se le puede hallar en el planteamiento de Guerra Mundial Z. Aspecto de supuesta originalidad que tiene que ver con la construcción de los escenarios: los cuales son más exóticos de lo habitual en esta clase de cintas. Aunque, si se rebusca en precedentes fílmicos, el Israel sitiado de MF queda un tanto sobrepasado por el Londres espectral de Boyle, e incluso por los grandes espacios desérticos de Resident Evil. Como se puede apreciar: hay pocas cosas que descubrir en el universo de los que se resisten a estar enterrados. Un tema más que trillado hasta en sus flecos existencialistas, como acredita la excelente novela Soy leyenda, de Richard Matheson (sin olvidar las dos versiones de este impresionante texto).

WORLD WAR Z

 

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