Ariadna Gil verbaliza la vulnerabilidad del silencio en “Viejos tiempos”
Tres personajes abandonados a su suerte, encerrados en un inmueble crepuscular y derrumbado en sus cimientos hogareños. En esta casa de hielo y fuego, de sangre y arena, es donde se concita una figurada timba existencialista; en la que ninguno de los jugadores lleva una mano ganadora. Mientras, en el mazo de naipes, los comodines están representados por el transcurso del hastío, los arlequines toman la faz de la desilusión y los ases queman su pretendido aliento triunfalista con el contacto del desperdicio de la realidad. Estas aristas deformadas voluntariamente son las que inventó el genial Harold Pinter (Londres, 1930- ídem, 2008), con el fin de diseñar el amargo canto de su obra Old Times: libreto que lanza su ancla de desaliento humano, del 24 de mayo al 15 de julio, en la Sala Pequeña del madrileño Teatro Español.
Publicada originalmente en el año 1971, Viejos tiempos es un texto complicado, más por lo que se calla que por lo que dice a través de su discurso desangelado y enérgico. En esos silencios de lápida prematura es donde el dramaturgo capitalino exhibe los diablos del terceto protagonista. Una triada de individuos (un hombre y dos mujeres) que se balancean entre el amor y el odio, la sinrazón y los sueños, la nostalgia y la ansiedad, la ingravidez y la psicosis por reponerse a la pérdida de la juventud añorada.
Los actos que vertebran la pieza del Premio Nobel en 2005 son como cuerdas que sujetan la levedad de los papeles de carne y hueso que ocupan el escenario, seres tangibles que necesitan hacerse daño mutuamente a base de recuerdos, con los que reconocer la parte emocional que habían evitado mostrar durante los últimos veinte años de sus respectivas vidas. Dentro de ese ecosistema de confesiones hirientes y desmitificadoras, Pinter atrinchera sus tesis en la constancia de que los terrícolas se encuentran sumamente confundidos en la selva de la civilización; no pudiendo escapar de sus miedos salvo con falsedades, que enmudecen su rabia conforme caen las hojas del calendario.
Inmersos en ese laboratorio ideado por el dramaturgo londinense; Kate, Deeley y Anna son como marionetas que el autor pone a su antojo frente al público, siempre dispuestas a golpearse a base de palabras, empeñadas en no dejar en el tintero de lo no expresado ni el más nimio de sus sentimientos. Tanto el matrimonio (Kate y Deeley) como la amiga de la esposa a la que reciben tras una larga ausencia (Anna) están determinados a que la cita no se diluya como un azucarillo en una taza de té, sino que se quede en el interior de sus ánimas como una sólida roca de granito, perenne y peligrosa cual espada de Damocles.
El fogueado director e intérprete Ricardo Moya (faceta esta última que ejercita simultáneamente en el Español, con la obra Una luna para los desdichados) localizó entre los diálogos de Viejos tiempos ese líquido de naturaleza perversa que necesitaba representar, ese elemento diferenciador con el que Mr. Harold solía vestir cada uno de sus trabajos creativos. Y por ello no dudó ni un instante ante la posibilidad de encabezar el montaje centrado en la más que notable traducción elaborada por Luis Escobar.
Los laberintos sensibles en los que se ve envuelto el limitado reparto fueron como dardos seductores de cara al veterano escenógrafo; una aventura que se hizo especialmente sabrosa con la contratación de los tres actores principales: Ariadna Gil (Kate), José Luis García Pérez (Deeley) y Emma Suárez (Anna). Ellos son los verdaderos imanes que hacen que el texto funcione, y que provoque sensaciones a cada giro trágico (justo como hicieron en el Aldwych Theatre de la urbe del Támesis, en 1971, Colin Blakely, Dorothy Tutin y Vivien Merchant; o Robert Shaw, Rosemary Harris y Mary Ure en Broadway, en el mismo año).
Debido al tamaño y las expectativas puestas en Old Times, el coliseo madrileño ha prestado su ayuda generosamente para cumplir con las indicaciones de los responsables de la producción. Por este motivo, el equipo técnico no ha reparado en detalles para hacer de cada representación un acontecimiento, capaz de generar la verosimilitud adecuada. Entre esas peticiones demandadas se pueden destacar el acondicionamiento particularizado de la sala, la importación de una moqueta traída expresamente desde Alemania, la utilización de un ciclorama para marcar la nocturnidad o la incorporación de un mueble con ruedas y un espejo manipulador de las perspectivas buscadas.
Sin embargo, pese a los pertrechos obligatorios, lo que finalmente queda es la desnudez de intenciones de un escritor irrepetible (Pinter): un pintor de letras sublimes en las que el minimalismo, sin acotaciones rococó entre líneas, descubre la sinceridad de los espíritus que se rebelan contra la impostura y los discursos gratuitos.
Más información, horarios y entradas en http://www.teatroespanol.es