Trintignant y Aimée, in love 4ever
La mítica pareja de actores franceses vuelve a ponerse a las órdenes de Claude Lelouch en "Les Plus Belles Années", para cerrar el ciclo iniciado con "Un hombre y una mujer".
Trintignant y Aimée, Jean-Louis y Anouk, desbordaron pasión sentimental en 1966, cuando Claude Lelouch unió sus respectivos destinos profesionales, para trasladar a imágenes en movimiento la sencilla historia de Un hombre y una mujer.
El papel de ella (Anne Gauthier) era el de una dama que acaba de enviudar, y se había refugiado en un hotel de Deauville para olvidar la amargura del vacío. El de él (Jean-Louis Duroc) mostraba a un individuo que igualmente había perdido a su esposa, e intentaba enmascarar su ansiedad con la velocidad de los coches que pilotaba. Cuando los dos se vieron, algo muy fuerte surgió dentro de sus esperanzas marchitas: un flechazo similar al encarnado por Celia Johnson y Trevor Howard, en Breve encuentro (esta película de David Lean elaborada en 1945 fue un claro espejo para Lelouch, a la hora de plantear el argumento de Un hombre y una mujer). Tal coincidencia involuntaria marca la existencia de Anne y Jean-Louis, y les obliga a beber el néctar de los amores imposibles, mediatizados por la urgencia de la tristeza.
La cinta del responsable de Los miserables (la versión protagonizada por Jean-Paul Belmondo) ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1966, y se alzó con dos Oscar de Hollywood en la ceremonia de 1967 (Mejor Guion Original y Mejor Película en Habla No Inglesa); aparte de triunfar en las salas, avalada por la inolvidable banda sonora compuesta por Francis Lai.
La cadencia hacia el desencanto que dibujaba la movie sesentera anidó en las nostalgias sensoriales de la audiencia, y Lelouch no quiso dejar a los seguidores de Un hombre y una mujer sin la correspondiente secuela: un filme que llevó el subtítulo de 20 años después, y que fue estrenado en 1986. El estudio psicológico de Jean-Louis Duroc y Anne Gauthier exhibió la evolución de estos tipos huérfanos de afectos con el compás de la vida, los cuales se acercaban con estoicismo al umbral de la ancianidad, sin renunciar totalmente a las ensoñaciones deslumbrantes de antaño.
Treinta y dos inviernos más tarde, Trintignant, Aimée y Lelouch vuelven a juntarse en Deauville, para rodar la conclusión de la aventura inconsolable y perpetua Jean-Louis y Anne, narrada en el guion de Les Plus Belles Années.
La actriz y escritora Valérie Perrin (Un + Une) se encarga, al lado de Claude Lelouch, de elaborar el epílogo de tan singular trama relativa al deseo ocasional, y sobre la verdadera esencia de los amores que exceden a la belleza y a la fealdad, a la seguridad y al desamparo, a la muerte y a la vida.
TRINTIGNANT Y AIMÉE, LOS ETERNOS ENAMORADOS
La música de Francis Lai, incrustada entre la arena salvaje de una playa con horizonte de Nouvelle Vague, llevó en volandas los abrazos de Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée en 1966, sin importar la ausencia de profundo dramatismo que enjugaba su rutina sentimental.
Lelouch adornó la relación de estos personajes con un sinfín de imágenes de laboratorio casi publicitario, mientras los diálogos revelaban la auténtica hondura de lo que la pantalla exhibía, que era la desintegración forzada de dos seres animados por un romanticismo deslustrado por la realidad.
El tiempo ha convertido a los otrora esperanzados Duroc y Gauthier en un par de octogenarios con mucho que recordar, y a los que el reloj existencial no les ha privado del intento vago de recuperar las sensaciones pretéritas, en un Deauville surcado por sombras; más alguna que otra luz oculta en la espesura de la añoranza.
Sin filtros ni retoques rejuvenecedores, Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée regalan a sus roles la sabiduría exquisita de las arrugas fortalecidas por los gestos y las emociones; lo que aporta verosimilitud a un amor que les pertenece a ellos y a más de cuatro generaciones distintas de espectadores, y que prolonga su energía a través de los ahora sobrios planos confeccionados por Claude Lelouch (supuestamente, menos apasionados que los contenidos en el metraje de Un hombre y una mujer).
Aunque, y pese a las rémoras impactantes de las escenas de pasiones adormecidas, la música de Francis Lai es quizá el mejor homenaje a una aventura de encuentros y separaciones de cine, como la que experimentaron aquel “hombre” con el rostro huidizo de Trintignant, y aquella “mujer” con la elegancia cosmopolita de Aimée.