Series míticas: Reilly
Un 5 de noviembre de 1925, Sidney Reilly fue ejecutado en un helado enclave de la Rusia bolchevique. Los cuentos más románticos relatan que su verdugo fue una mujer; aunque la claridad de los hechos nunca estuvo muy presente en la existencia de este hombre, que llegó a trabajar para cuatro gobiernos distintos en el mismo lapso de tiempo. La inteligencia del que ha sido catalogado por los entendidos como el mejor espía de todas las épocas era de las que se adaptaba rápidamente a las sociedades donde tenía que prestar sus servicios, ya fuera como trabajador manual o como ficticio gentleman de negocios florecientes. Nada importaba la epidermis de la identidad que hiciera suya, ya que siempre triunfaba en sus objetivos; proporcionando informes y desestabilizando imperios con la facilidad con la que otros cocinan una lasaña al horno o un pollo en pepitoria.
Las hazañas de este señor, nacido supuestamente en Odesa entre 1873 y 1874, tenían que convertirse tarde o temprano en carne de película o serie de televisión. Precisamente, fue este segundo formato el escogido por Thames TV para narrar las aventuras de este mercenario de la información, que inspiró –según algunos círculos- a Ian Fleming para dotar de personalidad al mítico James Bond.
Reilly: As de espías contó con doce episodios de una hora de duración cada uno, producidos con esmero milimétrico en 1983. Los diferentes escenarios de la trama y la concatenación de hechos en los que estaban envueltos personajes de suprema importancia para el pasado siglo XX hicieron de esta obra un auténtico ejercicio de riqueza audiovisual, tesoro a seiscientas veinticinco líneas que se llevó cinco premios Bafta (uno de ellos concedidos al insuperable Leo McKern, por su papel de Zaharov) y dos nominaciones a los Emy, en 1984; al igual que una mención en los Globos de Oro de 1985 para su protagonista, Sam Neill.
Los capítulos grabados por el neozelandés Martin Campbell (realizador que, casualidad o no, fue el responsable de algunos filmes de Bond, como Casino Royal y GoldenEye) y el británico Jim Goddard (Historia de dos ciudades, 1980) siguieron con precisión la estela de un agente que jugaba a muchas bandas, mientras cambiaba de ideario como de camisa. La pareja de creadores esmeraron su mutuo esfuerzo para hacer verosímil y entendible la carrera surgida de la nada de Sidney Reilly, un periplo profesional en el que el nexo de unión era su filiación casi obsesiva hacia las mujeres: él las utilizó; y ellas, a la postre, fueron las que se convirtieron en su perdición. El asunto comenzaba en el epidosio uno con una relación adúltera entre el espía y la esposa de un predicador con pecados inconfesables; y finalizaba en el décimosegundo con el personaje principal de espaldas caminando hacia su anunciada muerte.
Durante las doce entregas preparadas para la pequeña pantalla, la técnica de un rodaje depurado hasta en los detalles más nimios tuvo en vilo a miles de espectadores, con unas temáticas en las que se sobrevolaba por las transformaciones contemporáneas más relevantes; tales como la Primera Guerra Mundial, el ascenso del comunismo en la extinta URSS o la exponencial progresión de la China roja. En todas ellas, Reilly hacía de las suyas, y siempre solía salir airoso antes del the end amparado por el físico de Sam Neill (Omagh, Irlanda del Norte, 1947). El intérprete de Parque Jurásico -quien en esa época era un sex symbol que había causado unas impresiones más que agradables con sus caracterizaciones como Brian de Bois-Gilbert para Ivanhoe (Douglas Campfield, 1983), y como donjuan soviético en Enigma (Jeannot Szwarc, 1983)- construyó uno de los mejores trabajos de su carrera, currículum más que relevante en el que también se encuadran obras como Los Tudor, El piano (Jane Campion, 1993) y la miniserie La sangre de otros (Claude Chabrol, 1984).
Pero si por la parte de la estrella principal los responsables del casting acertaron sin asomo de duda, el elenco de secundarios tampoco le estuvo a la zaga. Las colaboraciones de Tom Bell (Los libros de Próspero), Hugh Fraser (Juego de patriotas) y el anciano Sebastian Shaw (El retorno del Jedi) completaban un cuadro dramático de supporters en el que sobresalió, con una presencia que solo los realmente grandes saben proyectar, el inimitable Leo Mckern (Sydney, Australia, 1920- Bath, Inglaterra, 2002). El orondo abogado de la genial Rumpole Of The Bailey se metió como en un guante a la medida en la piel del maquiavélico Zaharov, consiguiendo con ello la admiración de crítica y público. El australiano de nacimiento siempre se vació artísticamente en cada uno de los tipos a los que encarnó hasta su triste fallecimiento. Para los que no crean tal aseveración, únicamente tienen que contemplar con los ojos del reconocimiento la sabiduría escénica de este hombre de carnes sueltas en, por ejemplo, blockbusters del tipo de El lago azul (la película de Randall Kleisner caía en picado cuando el cocinero Paddy Button moría ahogado en medio de una borrachera) y Lady Halcón (el humor del padre Imperius tenía que haber sido impagable para el bolsillo de Richard Donner).
Veintiocho temporadas después, Reilly: As de espías continúa siendo toda una muestra seriada de espectacularidad, hondura, guiones contundentes y dramatización de las que entran en las enciclopedias del medio audiovisual. Productos así nunca caducan, y son necesarios para dejar claro que el electrodoméstico que adorna los salones, comedores, habitaciones y cocinas de los ciudadanos a veces es capaz de transmitir Arte con mayúsculas.