La burguesía francesa se queda sin su fustigador
Con la muerte de Claude Charbrol (Paris, 1930- 2010), la Nouvelle Vague pierde a su cineasta más popular en taquilla, con permiso del también fallecido François Triffaut. De oronda figura y eterno puro entre los dedos, Chabrol fue un creador al que no le preocupó en exceso la experimentación técnica que quitaba el sueño a muchos de sus compañeros de filas, ni la reinvención de lo que el grupo vanguardista al que pertenecía se empeñaba en llamar el séptimo arte. La naturalidad con la que maestros de la talla de Alfred Hitchcock –sobre el que el propio Chabrol escribió un ensayo desde las páginas de la revista Cahiers du cinéma– tocaba la fibra sensible de todo ser viviente era lo que más ansiaba alcanzar el por entonces joven realizador. Dicen los que le conocían, que el autor de La flor del mal escogía los rodajes de sus películas apoyándose en la guía Michelín -el comer bien fue uno de sus pecados confesables en cualquier reunión ante la Prensa-; y que se expresaba verbalmente con la visceralidad que exhibía su mirada inquieta, casi psicótica, desbordada… Esas pupilas a punto de estallar fueron las responsables de la mejor disección, a base de fotogramas, que se ha llevado a cabo de la clase media francesa; una burguesía acomodada y aburrida de sus etiquetas que ocultaba bajo la alfombra los vicios perversos de las conciencias culpables, de los asesinatos silenciados por un estilo de vida carente de excesos febriles.
Todo comenzó en 1958, cuando Chabrol presentó internacionalmente su filme El bello Sergio , con el que inauguró su carrera tras las cámaras. A partir de ese personaje que regresaba a una tierra de La Marsellesa cambiada menos en la tonalidad tricolor de su bandera, el director apuntaló una senda profesional trillada de tipos mezquinos, tan humanos que casi dañaban la visión moralista y éticamente salvable de los descendientes de Adán y Eva. Barbazul (producción que el creador dedicó, en 1963, a la figura de Landrú), El carnicero (1970) o La ceremonia (1995) son algunas de las obras más sobresalientes en su oscuridad de este vástago de farmacéutico, que asistió al mayo del 68 con los guantes blancos de quien ve los toros desde la barrera.
El cine de Chabrol nunca ha sido incendiario por particularmente innovador; aunque, si se profundiza un poco en las reflexiones que vierten sus fotogramas, se puede atisbar una visión tan actualizada del comportamiento de los terrícolas que lo convierte en eterno por imperecedero, pese a no ser particularmente transgresor y revolucionario. Al contrario que muchos de sus camaradas del “acción” y “corten”, Chabrol siempre confió sus largometrajes a intérpretes con tablas; y en concreto a bellas y poliédricas musas en las que apoyar la fuerza escénica de sus personajes femeninos. Por un lado, Stéphane Audran se convirtió en su fetiche en la pantalla durante el tiempo que duró el matrimonio entre ambos (1964-1980). Luego, tomó el relevo con fiereza y salvajismo Isabelle Huppert, quien sólo ejerció de actriz y nunca de esposa en la vida real.
Llegado a los ochenta años, el tiempo había sido generoso con el trabajo del grabador de La sangre de otros (1978) y Madame Bovary (1991); ya que nada había logrado oxidar su material con los líquidos corrosivos de lo anticuado o pasado de moda. Para muestra, un botón: ¿No hay mucha similitud entre los comportamientos de los protagonistas de Match Point, de Woody Allen, y muchos de los tipos aparecidos en las cintas sobre la distorsión aburguesada de Chabrol?
Vitalista hasta el último aliento, el cofundador de la Nouvelle Vague aún tiene por estrenar en España Bellamy, un filme policíaco cuyo elenco artístico lo encabeza Gérard Deparideu. Y los que se acercaron a las salas para ver Gainsbourg (Joann Sfar, 2010) pudieron ver al director haciendo un cameo, con su puro y su exportada mirada hambrienta de emociones. Quizá, valga una frase de Chabrol para definir su paso por el séptimo arte: “Soy comunista, pero esto no quiere decir que haga películas relativas a las cosechas de tirgo”. Así era el cine de este maestro de la escena, de los placeres prohibidos y las penitencias rotuladas con un simple “The End”.