Kenzaburō Ōe deja huérfano al humanismo

El escritor japonés, premio Nobel de Literatura en 1994, falleció el pasado 3 de marzo en su residencia en el país del Sol Naciente. Tras él queda un legado de fuertes raíces existencialistas, un currículo que mezcla con variedad de matices y formas la realidad y el mito, la nostalgia por el pasado y la esperanza en los futuros inciertos.

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Kenzaburo Oe
Kenzaburō Ōe diseñó su trayectoria literaria a través de sus experiencias personales

Kenzaburō Ōe fue un autor de vivencias polisémicas, inspiraciones perceptibles que desarrollaron sus textos de influencia existencialista, y explosivas metáforas naturales y humanas. Pese a no cultivar la ironía macabra de Natsume Sōseki ni la amargura palpitante de Yukio Mishima, el creador de El gritó silencioso practicó un estilo de narración rico en matices y huellas milenarias, siempre a caballo entre el apego a la tradición de su cultura y la aceptación sin reservas de la herencia occidental (francesa, escandinava y estadounidense, principalmente).

Diez días después de su defunción, ocurrida el pasado 3 de marzo, la noticia de la terrible pérdida llegó a las páginas de los rotativos a nivel planetario, carente de estridencias ni despliegues abundantes en análisis profundos. De semejante manera, este hombre tranquilo de letras jeroglíficas en el curso del humanismo desencantado fue objeto de reverencia por parte de los lectores, que le acompañaron en sus reflexiones impresas a lo largo de su estimulante trayectoria profesional.

Una cuestión personal, Cartas a los años de nostalgia, La presa, Cuadernos de Hiroshima… El legado de Kenzaburō Ōe desvela el espíritu imperecedero de un hombre obsesionado por preservar la dignidad humana en cualquier circunstancia de la vida; algo difícil de localizar en determinadas épocas, y muy esquiva cuando no se la alumbra con la necesaria determinación artística.

Kenzaburo Oe
Para Kenzaburō Ōe fue especialmente determinante el nacimiento de su hijo Hikari

Cuando le fue concedido el Nobel de Literatura en 1994, el jurado destacó en él su capacidad para acercarse a los mitos desde una óptica abiertamente humana, como si su prosa se convirtiera en un bisturí con el que abrir las entrañas de lo oculto tras capas de socialización camuflada; y así exhibir la esencia de los anhelos que albergan los hombres y las mujeres en todas las latitudes posibles. Una especie de terapia visionaria de lo que mueve los hilos de los terrícolas a nivel afectivo, sin máscaras que oculten lo que la llamada secularización ciudadana ha mudado a lo largo de los procesos educativos.

KENZABURŌ ŌE ILUSTRÓ PARTE DE SUS VIVENCIAS, A TRAVÉS DE SUS DIFERENTES OBRAS

Nacido en 1935, Kenzaburō Ōe vivió de niño la época de la Segunda Guerra Mundial y del salvaje imperio de Hirohito, lo que marcó sus primeros años de aprendizaje. Ya de adulto, el literato nipón solía contar que de ese período recordaba los juramentos dedicados a la fidelidad al emperador, con la idea del mitificado harakiri como final heroico y deseado frente a una posible derrota. Unas sensaciones que chocaron frontalmente en su cerebro cuando Japón perdió la guerra, y las fuerzas de ocupación denostaron la figura del otrora idolatrado Hirohito.

Kenzaburō Ōe experimentó esos momentos una profunda disputa interna, que quedó solventada con su aceptación de la literatura occidental durante sus cursos en la universidad de Tokio. No en vano, los libros favoritos del Nobel siempre fueron Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, y El maravilloso viaje de Nills Holgersson, de Selma Lagerlof.

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Kenzaburō Ōe mostró siempre una constante lucha por la justicia histórica

Concienciado respecto a la pérdida de identidad que en la cultura japonesa supuso la ocupación de las fuerzas aliadas y el fin de la dictadura imperialista de Hirohito, Kenzaburō Ōe se empeñó en rastrear sus huellas como creador alumbrado en esas tierras misteriosas y esotéricas. Para ello ideó un figurado GPS de singular factura híbrida y convenientemente descentralizada, que el escritor de Una cuestión personal moldeó con buriles afilados por cinismos sutiles, y humedecidos en una fórmula de emociones antagónicas, que van de la locura a la lucidez.

Bajo esas consignas nunca grabadas a fuego, Kenzaburō Ōe bebió con precaución de las aguas literarias del excelso Jun’ichirō Tanizaki, con el que coincidió en sus incursiones europeístas, pero del que se alejaba en la intención del autor de La presa por bajar al barro de las pasiones de los ciudadanos de a pie, carentes de las vacunas enfriadas de los selectos clubes de las clases acomodadas en los que se solía mover Tanizaki.

A modo de nexo perpetuo, se puede concretar que los libros de Kenzaburō Ōe se nutrieron de los sentimientos del narrador nipón, sin complejos para desnudar sus resortes afectivos e incluso sexuales, como hizo en Una cuestión personal. No obstante, Kenzaburō Ōe nunca llegó a ser tan descarnado y directo como su compatriota Haruki Murakami.

La muerte del responsable de La presa deja huérfano al humanismo con hambre de globalización individualizada; justo como a él siempre le gustó que fuera, con las convenientes contradicciones filosóficas y activas.

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