Woody Allen imita a Molière
Una vez al año no hace daño; eso es lo que debe pensar el cineasta neoyorquino de Manhattan, con respecto a sus productos cinematográficos. Allan Stewart Konigsberg acredita en el carné de identidad más de setenta y cinco tacos; pero la edad no parece ser una excusa para este antiguo humorista, cuyos chistes generaban en tiempos pertéritos la reflexión y la risa sobre temas tan universales como la religión, el sexo y la ética. Ni siquiera su voluntario exilio de USA (tan publicitado como falso) le ha alejado de los platós; ya que, a falta de escenarios en el Nuevo Continente, siempre es posible pasearse –cámara en mano- por la geografía de la varias veces milenaria Europa.
La Ciudad de la Luz, con la Torre Eiffel incluida, es la urbe que sirve de localización para la por ahora última obra del responsable de Annie Hall: Medianoche en París, cuyo estreno en España está previsto para el próximo 13 de mayo. Sin embargo, antes de que el público en masa dé su opinión sobre la cinta, el cineasta y su nutrido elenco artístico lucirán su palmito sobre la alfombra roja del Festival del Cannes, para presentar internacionalmente el filme.
La historia de esta producción con acento francés sigue las aventuras de una familia norteamericana, cuando se encuentra de viaje por el país de Víctor Hugo y Albert Camus. El clan está de celebración; y, entre ellos, hay una pareja de tortolitos que espera despejar dudas respecto a su relación. Él es un escritor con ansiedad de captar atmósferas inspiradoras; por lo que se toma los necesarios descansos para deambular en nocturnidad por las arterias de la urbe del Sena. Mientras camina por el suelo empedrado de las avenidas que patearon anteriormente Napoleón y Robespierre, el hombre percibe -al acercarse a un conocido café- como si se trasladara a otra época. Esa sensación, muy en consonancia con la magia que pulula por el ambiente, hace que el protagonista se tome su estancia en la capital de la bandera tricolor como una oportunidad para explorar emociones que pensaba ajenas a su persona.
El rubio Owen Wilson es el encargado de encabezar el reparto de este largometraje; convirtiéndose en un alter ego del propio director y guionista y de sus interpretaciones más célebres, un ejercicio que el exmarido de Mia Farrow ya practicó antes con -por ejemplo- Josh Brolin (Conocerás al hombre de tus sueños) o Kenneth Branagh (Celebrity). El gracioso actor de Noche en el museo encarna al personaje principal, el narrador en caza de las musas que animen su existencia. Junto a él, acompañándole en su periplo vivencial, la activa Rachel McAdams (ella era lo mejor de Morning Glory), la veterana Kathy Bates (Misery), el británico Michael Sheen (The Queen), la francófona Marion Cotillard (Enemigos públicos) y el oscarizado Adrien Brody (El pianista) completan el cuadro dramático. Bueno, ellos y la mediática Carla Bruni. La primera dama de Francia, la esposa de Sarkozy –el madamás del Eliseo-, presta su figura de modelo de pasarela para que el simpático Woody encaje en sus generosas curvas un papel digno, y convenientemente exento de posibles polémicas.
No obstante, esta no es la primera película en la que Bruni ha aceptado ponerse delante del objetivo de un realizador: una pequeña colaboración, en la piel de ella misma, para el filme Paparazzi (Alain Berbérian, 1998) supuso su bautismo en el séptimo arte.
Medianoche en París es una nueva estación de paso en la prolífica carrera de Woody Allen –un señor bajito que toca el clarinete con soltura en cuanto le dan oportunidad para ello-, al igual que lo han venido siendo las más recientes latas de fotogramas grabados por el natural de la metrópoli de la Estatua de la Libertad. Sin embargo, algo se ha ido perdiendo en la senda de la genialidad impostada conforme el creador engrosaba su lista profesional; una especie de polvillo que tiene que ver con la frescura situacional y la energía de sus diálogos. La mente artística de Allen sigue siendo de las que cualquiera de sus colegas de las claquetas envidiaría; pero los aficionados que disfrutaron con sus títulos más conseguidos aún esperan ver el espíritu satírico y desmitificador del que hizo gala en los setenta y los ochenta; y que, quizá, solamente rozó en el siglo XXI con Match Point (2005) y Scoop (2006). Aunque todavía hay esperanza de que Allan Stewart Konigsberg recupere la juventud cerebral exhibida en las primaveras de los patalones campana y los pelos cardados.