Vincent Grass, A Belgian Man in Paris
Si el cine, el teatro y la televisión se nutrieran únicamente del talento, de esa extraña aleación química que hace que un actor entre en estado de trance sin apenas dejar constancia de su esfuerzo, solamente importando lo que un personaje puede transmitir -sin trampa ni cartón-: Vincent Grass (Bruselas, Bélgica, 1949) sería una de esas estrellas que acapararían portadas de revistas y reseñas en las secciones de espectáculos de los rotativos más destacados del planeta. Él es una muestra palpable de que la fisicidad interpretativa no tiene necesariamente que pasar por los salones de cirugía estética, ni que para desbordar la salvaje locura que conlleva la caracterización hasta los tuétanos se deba estar en permanente pose de excitación colectiva.
El arte que acredita este compatriota del genial hombre orquesta de la escena Frederik Varmelle -así como del dramaturgo Albrecht Rodenbach y de la musa hollywoodiense Audrey Hepburn– es de los que dejan el buen sabor de boca de las experiencias enteramente bañadas en la más absoluta credibilidad, siempre tocado con la varita casi mágica de la normalidad (palabra de anhelada connotación que todo aspirante a ponerse ante una cámara, o delante de un patio de butacas, ansía concitar). Y lo mejor de todo es que Grass ha cosechado este vino de sabias maneras -a lo largo de su fogueada carrera- con papeles muchas veces de apenas unas líneas, secundarios de sudada humanidad o bestial apariencia, que dan fe de la calidad atesorada por este “nice guy” de aspecto semejante -en sus fisuras cutáneas- a algunos de los genios de la industria audiovisual con acento francés y nostálgica ciudadanía, como los inmortales Michel Serrault y Jean Gabin.
Nacido en un país de escasa tradición cinematográfica, y contados alardes internacionales desde el punto de vista escénico (salvo algunas excepciones, como lo muestra el trabajo de Chantal Akerman, Agnès Varda, los hermanos Dardenne o André Delvaux), Vincent –quien en 1992 colaboró con Jean-Pierre y Luc Dardenne en el filme Je Pense à Vous– fue un niño educado para continuar la tradición familiar de naturaleza musical. Pero, sus sueños escapaban a los pentagramas y a las danzas clásicas -en las que sus hermanas despuntaron cual estrellas del ballet de altura-. Era la época de los cincuenta y comienzos de los sesenta, y Grass fue consciente desde muy temprana edad de que lo suyo era la actuación. Por lo tanto, a esa diosa de mil rostros y millones de almas dedicó sus esfuerzos profesionales.
Entre cartones de nouvelle vague y rebeldía de mayo del 68, el belga veinteañero tomó la decisión de salir de su patria y dejarse amoldar por unos aires más cosmopolitas; ante lo cual fundó –junto a dos compañeros- una banda de rock que respondía al nombre de Crash. Guitarrero en esencia, el Grass moderno y de las patillas alargadas se empapó de letras en inglés, y de canciones al estilo de sus adorados The Beatles. La banda no tuvo muchas primaveras de existencia ni actuaciones en monumentales estadios de fútbol, pero su periplo sirvió para que el joven actor en ciernes manejara con mayor soltura el idioma de Oscar Wilde y George Bernard Shaw; lo que le animó a probar suerte en la escuela londinense Lamda (London Academy of Music and Dramatic Art). Allí, Vincent despuntó en los montajes estudiantiles de El rey Lear, de Shakespare; Woyzeck, de Büchner; o Los persas, de Esquilo. En todos ellos, el flamenco exhibió una capacidad de empatía con cada uno de sus roles de ficción que sorprendió a los asistentes a las funciones; unas revelaciones escénicas en las que había bastante de sus lecciones recibidas tras su paso por los escenarios belgas, en obras como Misterio bufo, de Darío Fo; o El castillo, de Franz Kafka.
De esta manera, después de recoger el diploma en la prestigiosa institución de la urbe del Támesis y volar de nuevo a su tierra; algo cambió en el interior de Vincent Grass, y ya no cabía la posibilidad de dar marcha atrás: el gusanillo de la interpretación había anidado en sus huesos y en su ánima, y nunca más iba a desprenderse de ellos.
Asentado provisionalmente en el suelo sobre el que se levantan los pilares de la nueva Europa, el titulado profesional de la actuación se dio cuenta de que no podía permanecer por mucho tiempo en una cuna demasiado deficitaria en cuestiones artísticas (teatrales, televisivas y cinematográficas, que no pictóricas, ni arquitectónicas, ni literarias, ni escultóricas).
La facilidad en el natural de Bruselas para coleccionar idiomas fue -en sus intenciones creativas- como una llave de apertura a ajenas culturas (dominaba el francés, el inglés, el holandés y se defendía en alemán). Pero el Viejo Continente pre-tratado de Schengen hacía difícil que alguien no británico pudiera trabajar con garantías en Inglaterra. Por este motivo, entre las salidas posibles que barajó, la de Francia se le antojó como el destino más acertado; sobre todo para alguien que anhelaba ganarse los garbanzos con la declamación de textos ante públicos diversos.
1975 fue el año en el que el otrora pupilo de Maurice Béjart recaló en París, con muchas metas que cumplir y contados padrinos que le fiaran audiciones sustanciosas. La city del Sena era un lugar plagado de oportunidades; aunque, para los que no se llamaban Alain Delon, Jean-Paul Belmondo o Jean-Louis Trintignant, era bastante complicado hallar algún árbol con merecidas longanizas colgando de sus ramas. Y Grass siempre fue consciente de ello. A tal efecto, comenzó a moverse por todos los terrenos de la actuación; sin importarle lo más mínimo si se trataba de papeles en películas, montajes teatrales, cortometrajes o series de televisión. Precisamente, la pequeña pantalla y los escenarios de cartón piedra contribuyeron a forjar el currículum de Vincent. Eso y colaboraciones episódicas en filmes del tipo de Le conscrit (Roland Verhavert, 1975) o el célebre largo bélico De Dunkerque a la victoria (Umberto Lenzi, 1979).
Los ochenta convirtieron al belga en un habitual de las pantallas de televisores y salas de proyección. Seriales del pelaje de la producción británica Crossings (como Schmidt) o Las aventuras de Guillermo Tell (en la piel de Bailli) se multiplicaban en su historial, mezclados con cintas de mediática importancia como Mamá Drácula (Boris Szulzinger, 1980), Enigma (Jeannot Szwarc, 1983) o El complot (Agnieszka Holland, 1988). Junto a estos contratos, el ex componente de Crash comenzó una carrera en el doblaje que le llevaría -en décadas posteriores- a ser la voz en el idioma de Molière de Hugo Weaving, en Matrix, y de John-Rys Davies, en El señor de los anillos, entre otros hitos.
Los noventa transcurrieron por una senda similar a la ochentera, con Grass desgranando su talento para la caracterización en cintas del tipo de Pétain (Jean Marboeuf, 1993), Merci La Vie (Bertrand Blier, 1991) o Mi vida en rosa (Alain Berliner, 1997). Sin embargo; algo pareció moverse en la conciencia del buen gusto de los productores, con respecto a las dotes de Vincent con la llegada del nuevo milenio.
En la década de 2000, el actor ya se había convertido en una de las voces más celebres de la tierra de La Marsellesa, con trabajos tan recordados de doblaje como el de la serie norteamericana Fraggel Rock. No obstante, a él lo que más le continuaba atrayendo era actuar; mostrando su físico, con sus virtudes y miembros corporales puestos al servicio de una historia; de un personaje, con sus soledades y sus experiencias, con sus fracturas y debilidades… Sin tirar nunca la toalla, Vincent aceptó, por ejemplo, con los ojos cerrados cuando Roland Joffé requirió su presencia para Vatel (encarnó al padre de Martin en 2000) o en el instante en que el polémico Peter Greenaway le dio el visto bueno para hacer del progenitor de Isabella Rossellini, en Las maletas de Tulse Luper. Episodio 2 (2003). No obstante, la brevedad de estos roles causó algo de desilusión en las aspiraciones de reconocimiento del belga capitalino. Aunque el séptimo arte no iba ser tan injusto con este hombre portentoso en el terreno de la caracterización, como para negarle la mínima oportunidad. Y semejante alternativa le vino en forma de blockbuster hollywoodiense, con el papel del simpático y comprensivo doctor Cornelius, en Las crónicas de Narnia (Andrew Adamson, 2008). Grass bordó su parte, aunque le supo a poco después de que los focos de la promoción apagaron sus destellos.
Sin embargo, anteriormente a El príncipe Caspian, la pantalla grande ya le había regalado una pequeña golosina que llevarse a los labios. Fue en una colaboración limitada por el segundero, pero no exenta de una hondura de la que carecen muchas creaciones destinadas a los protagonistas. En concreto, Vincent Grass lució su aparente facilidad para meterse en la faz más oscura de un ser humano en la película Change Moi Ma Vie (Liria Bégéja, 2001); y los resultados fueron espeluznantes.
En un plano similar a su papel en la obra de Bégéja puede situarse uno de los más completos ejercicios de virtuosismo escénico que se le ha permitido ejercer al instructor de Caspian sobre un escenario. Arropado con un simple mono vaquero y unos calzones largos de color rojo, el intérprete belga volcó vitriolo con su encarnación del salvaje Pete, en la obra Dernière Station Avant Le Désert, de la dramaturga norteamericana Lannie Robertson (según la adaptación de Gilles Segal y la dirección de Georges Werler). Él y sus compañeros de reparto arrancaron la admiración del público congregado en el parisino Théâtre Cachan, del 12 al 16 de enero de 2010. Un experimento sobre las tablas que permitió al compatriota de Tintín convencer a los responsables de la famosa serie Braquo, para que le incorporaran en la piel de un sádico mafioso de origen flamenco, que hacía numerosas fechorías en la segunda temporada (de próximo estreno en Francia, en Canal+).
Décadas quemadas, lustro a lustro, han contemplado a Vincent Grass dándolo todo para poder subsistir haciendo lo que más le gusta: dotar de vida, voz, maneras y comportamiento a los más variados individuos, que surgen de los cerebros en ebullición de guionistas y dramaturgos. Tantos años peleando en la retaguardia le han hecho acreedor de esperanzar un futuro de escenarios y disfraces de camerinos; porque él nunca pugnó por plasmar una estrella en el Hall of Fame, sino simplemente por ser valorado en lo suyo, en la justa medida, sin las redes de los esteticistas del universo del espectáculo vendiendo paja y humo… siempre calzando el equipaje de personajes al límite, esforzados, profundos y desbordantes.