Frank Lloyd Wright regresa a las entrañas del museo que imaginó
El 22 de octubre de 1953, el padre de la legendaria Casa de la Cascada y de las míticas viviendas de las praderas preparó por primera vez una pareja de inmuebles en la ciudad que nunca duerme. Hasta esa fecha, la urbe vigilada por La Estatua de la Libertad había permanecido virgen a las construcciones de uno de los mejores arquitectos norteamericanos de la historia. Pero la fama obtenida por el artista de la Winslow House facilitó que el abuelo de la actriz Anne Baxter desembarcara en la city de los rascacielos cargado con pilas bocetos y documentos; aparte de dos habitáculos proyectados en el mismo espacio donde más tarde crearía la sede del Museo Solomon R. Guggenheim (el coliseo neoyorquino destinado al esparcimiento de las plásticas más diversas, que este funambulista de las líneas y los ángulos concluyó en 1959).
Las seis décadas que median entre la inauguración de esa mítica muestra (titulada Sesenta años de arquitectura viva. El trabajo de Frank Lloyd Wright) y la que ahora ocupa la espiral interior del centro situado en La Gran Manzana han servido para reflexionar sobre la importancia del maestro de los materiales y la funcionalidad, que alimentó con sus trabajos el paisaje autóctono de Estados Unidos. Un visionario de las concepciones orgánicas y de la integración que supo situar sus planteamientos revolucionarios entre las bóvedas cegadoras del español Rafael Guastavino, la brillantez desafiante con que William van Alen adornó el Edificio Chrysler, el poderío cosmopolita del Radio City Music Hall (diseñado por Donald Deskey, Edward Durell Stone y Raymond Hood) y el gigantismo asociado al Empire State Building por el efectista William F. Lamb.
El nacimiento de los habitáculos made in USA
De octubre a noviembre de 1953, Lloyd Wright (Richard Center, Wisconsin, 1867- Phoenix, Arizona, 1959) se aposentó en la Quinta Avenida (entre las calles 88 y 89) acompañado por sus colaboradores habituales (David Henken, de Henken Builds, Inc. Y Hicks Nurseries, Inc), para poner en pie un par de templos de la modernidad. Díptico de tridimensionalidades coherentes que dotaba de realidad palpable a la exhibición programada por la metrópoli, para reconocer la obra curricular del mago de las estructuras y la luminosidad en los refugios rutinarios.
Sin más preámbulos que los de los contratos previos, el compatriota de Eisenhower llegó con su cuadrilla de obreros para montar en tiempo récord lo que bautizó como Usonia House (término con el que hacía referencia a su concepción de edificios altamente identificables con el ambiente) y un pabellón cristalino donde desplegar los cientos de dibujos, fotografías, bocetos y documentos que explicaban la vida de cartabón y escuadra del responsable de la Casa de Ennis-Brown.
De esta manera, teoría y práctica tomaban en un mismo plano el protagonismo compartido, esencia definitoria de una exposición cuyo leitmotiv era el de publicitar una carrera que aún exudaba la pasión vital de los constantes descubrimientos.
Nada más ser inaugurado este especial viaje a los pairie homes de Wright, las filas de curiosos anhelantes por contemplar lo que se convertiría en breve en la fisonomía urbana del país de las barras y estrellas (aparte de la de muchos enclaves del resto del mundo) daban la vuelta a la arteria por la que paseaba Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. Peregrinos del misterio, que al entrar se encontraban ante un espectáculo de dimensiones existenciales.
Por un lado, un pabellón de cristal de más de 1.000 metros cuadrados –nutrido con columnas de tubo y tableros de fibra- hacía las veces de carpa exhibidora de los dibujos (como los que Lloyd Wright esbozó para su hija Iovanna, en 1927), fotografías, maquetas y apuntes que el creador de Wisconsin acumuló a lo largo de sus doce lustros de senda profesional. Un altar sin oscuridades que secundaba el montaje de una vivienda de las de hipoteca y consumo familiar: una casa que el arquitecto bautizó con el nombre de Usonia House, donde dejaba constancia de su obsesión por los interiores envolventes y acogedores influenciados por la cultura maya (escuela milenaria en la que los espacios de dentro gozaban de tanta o mayor importancia que los exteriores). Este gusto por los organigramas de plantas abiertas quedaba sumamente claro en la UH, con la disposición de un centro en forma de salón (con su chimenea como corazón neurálgico del habitáculo), un par de dormitorios, ventanas, cocina, baño, e incluso un cuarto para la lavandería (todo ello completado con sus correspondientes muebles).
Entre exposición del pretérito y maquetas de futuro a escala real, la cita fue un éxito sin paliativos; homenaje que FLlW culminó seis otoños más tarde, con su mayor legado a la cuna de Broadway: el Museo R. Solomon Guggenheim de Nueva York. Sensaciones de colores tibios por el paso del tiempo, que la institución de la Quinta Avenida revive ahora en sus esencias con una asombrosa recreación de esos otrora 60 años de arquitectura viva. Un laberinto conmemorativo en la actualidad de 120 aniversarios, en el que la las tesis orgánicas del siglo XX apagan –hasta el próximo 25 de septiembre– las velas de su exclusiva tarta de cemento.
Más información, entradas y horarios en