Godard, Papas y Tanner

Los cineastas Jean-Luc Godard y Alain Tanner, junto a la actriz Irene Papas, fallecieron esta semana. Tres nombres imprescindibles para la cultura europea, cuyos trabajos colmaron un sinfín de pensamientos hechos imágenes y palabras. Un trío de artistas de largo recorrido, con la mirada siempre puesta en explorar el lenguaje audiovisual y dramático, desde perspectivas renovadoras y apasionadas.
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Jean-Luc Godard materializó una filmografía ajena a los encorsetamientos comerciales

Godard, Irene Papas y Alain Tanner fueron en sus respectivas trayectorias tres maestros de la innovación escénica, con su manera pasional de entender el lenguaje audiovisual y verbal. Un común denominador con molde de triángulo, que marcó una época irrecuperable para el séptimo arte, la televisión, el videoarte y el teatro.

Nunca cruzaron su indudable talento en una obra en concreto, pero sí se pueden establecer similares compromisos culturales con el público y los espectadores. Una batalla emprendida para abrir los ojos del personal, hacia mensajes contados de manera diferente a la habitual, en eterna alianza con un tipo de cultura enraizada en los afectos colectivos, y alejada de una significación comercial clara: fuera de las fronteras de la mercadotecnia caníbal del mundo del espectáculo.

Godard, Papas y Tanner han fallecido a lo largo de esta semana, debido a distintas circunstancias. Pero su legado en unión conforma un prolífico arsenal de guiones elocuentes, películas singulares, escritos talentosos, y declamaciones de electricidad envolvente.

Jean-Luc Godard murió el pasado 13 de septiembre, asfixiado por el cansancio existencial y la necesidad de descanso físico y mental. A sus noventa y un años, el cineasta parisino (uno de los grandes propulsores de la Nouvelle Vague) parecía no encontrar ilusiones creativas en el confuso siglo XXI. Atrás quedaba una filmografía plagada de experimentos acertados, con la imagen como materia prima.

En concreto, una carrera de más de media centuria, que alcanzó uno de sus puntos de máxima expresión cinematográfica con la hipnótica película Al final de la escapada (1960). Esta obra magistral, en la que colaboraron François Triffaut y Claude Chabrol, se erigió como uno de los puntales del movimiento de la Nouvelle Vague, con su genial sentido de la improvisación, que no era tal. Para la eternidad quedan secuencias tan fundamentales para el séptimo arte como el paseo de Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg por las avenidas de París, mientras la libertad cobraba un sentido auténtico, fuera de la órbita de los eslóganes políticos y de los anuncios de colonia.

Polémico en algunas ocasiones (Yo te saludo, María) y reflexivo en la mayoría de las veces, Godard cerró su relación con las imágenes en movimiento con el breve Spot of 22and Ji halva IDFF: una colaboración de apenas un minuto, en la que mostraba su rostro a través de un teléfono móvil. Un trozo de realidad orquestada por la tecnología, que el cineasta había expuesto de forma más completa en Film Socialisme (2010), Adiós al lenguaje (2014) y el documental El libro de las imágenes (2018).

Entre sus numerosos títulos, quien escribe estas líneas deslavazadas y mediadas por el tributo voluntario, una de las películas de Godard que más llamó mi atención fue la King Lear (1987). Una versión profundamente mortuoria del clásico de William Shakespeare, con influencias al teatro de Eugène Ionesco, en la que Burgess Meredith legó una interpretación realmente conmovedora.

Irene Papas paseó las tragedias griegas por todo el mundo

Irene Papas falleció en su residencia griega el pasado 14 de septiembre (un día después que Godard). La actriz helena fue, junto a Melina Mercouri, una de las mejores embajadoras en el mundo de la cultura helena. Su rostro duro y su gestualidad verosímil y cuidada le granjearon una carrera extensa y plagada de actuaciones determinantes.

Desde sus excelentes visiones de las clásicas obras de Eurípides y Sófocles (Electra, Antígona) a sus incursiones en el caldero incandescente de Federico García Lorca (Yerma, Bodas de sangre), la musa del cineasta Michael Cacoyannis mostró un método de trabajo centrado en la verosimilitud dramática, con la que llegó a seducir incluso a los directores de Hollywood.

Zorba, el griego (Michael Cacoyannis, 1964) fue el título que convirtió a Papas en una de las artistas más famosas de la tierra de Fídeas y Polignoto. Un trabajo que le permitió asaltar de vez en cuando las pantallas estadounidenses, con sentidas y brillantes caracterizaciones en films del estilo de Los cañones de Navarrone (J. Lee Thompson, 1961) y Lazos de sangre (Terence Young, 1977). Aunque sus mejores papeles los desarrolló en el cine europeo, con inolvidables largometrajes basados en fuertes pilares literarios, como Antígona (Yorgos Tzavellas, 1961) y Electra (Michael Cacoyannis, 1962).Entre sus colaboraciones destaca su participación en Z (Costa Gavras, 1969), Bodas de sangre (Souheil Ben-Barka, 1977), Crónica de una muerte anunciada (Francesco Rosi, 1987), Los clandestinos del Asís (Alexander Ramati, 1985) y Temporada alta (Claire Peploe, 1987).

Noventa y seis años de teatro filmado y admiración por los dramaturgos helenos y de otros lugares del globo terráqueo, que condensan inquebrantables momentos de la historia del arte de la actuación.

Alain Tanner fue un cineasta interesado en moldear el tiempo y el espacio

En cuanto a Alain Tanner, el director helvético fue el primero de la terna citada en morir. Lo hizo el pasado 11 de septiembre, a los noventa y dos años. La filmografía del creador suizo tiene ciertos lazos de conexión con el trabajo de Jean-Luc Godard y con el movimiento de la Nouvelle Vague, pero su evolución le acercó más a los territorios oníricos y simétricos del francés Éric Rohmer.

Los títulos que alimentan el currículo de Tanner son piezas de relojería sobre la existencia, cono dardos certeros con los que espoleó la conciencia de los hombres y mujeres de su tiempo. Obras como El diario de Lady M (1993), El hombre que perdió su sombra (1991), En la ciudad blanca (1983, con la que consiguió en premio César a la Mejor Película en ese año) o Jonás, que cumplirá los 25 años en el año 2000 (1976) dan buena muestra de las preocupaciones artísticas de Tanner.

Aunque, si hubiera que elegir algún film en concreto, A años luz (1981) comprime con su elegante belleza y su sencillo discurso futurista el brillante cine de este amante de lo milimétrico. Para el recuerdo queda la secuencia en que Mick Ford entierra hasta la cabeza, a petición suya, a Trevor Howard, bajo la promesa de una necesaria regeneración natural del cuerpo. Simplemente, magistral…

 

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