Eminem fue no hace mucho el azote de lo políticamente correcto en la nación de las barras y estrellas, con letras que fustigaban con fiereza los estamentos más tradicionalistas de la sociedad estadounidense.
Como un Jeckyll & Hyde con royalties estratosféricos, el músico de Missouri descargaba en los noventa sus declaraciones y excentricidades más incendiarias por medio de la figura virtual de Slim Shady, personaje a quien E vistió con los ásperos oropeles de las enemistades irreconciliables (Britney Spears aún no le ha perdonado los piropos envenenados que le dirigió un Eminen pasado de vueltas, en una de sus líricas enojosamente machista y anacrónica hasta en el envoltorio).
Sin embargo, los pasados excesos y brotes suicidas a golpe de rimas navajeras parecen haber quedado atrás para el rapero: sepultados por una montaña de egocentrismo ilusorio, que ha estrangulado el ápice de creatividad que una vez pareció detentar en sus letras Marshall Bruce Mathers III.
El noveno álbum de estudio del norteamericano (Revival) viene a ratificar la máxima de que los trovadores de hip hop tienen su mayor significancia en sincronía a cuando están a tortas con el mundo. Fuego ocasional que, en el momento en que acomoda su llama en la chimenea de la mercadotecnia, suele perder la chispa de antaño en medio de las lisonjas de los poderosos.
Estas sensaciones protagonizan el curso narrativo de la nueva obra de Eminen: un disco que transmite el cansancio de un individuo cuyas rimas han abandonado el espíritu callejero, en favor de las avenidas dóciles localizadas en urbes doradas y glamurosas.
EMINEM QUIERE RECONCILIARSE CON EL UNIVERSO
La situación actual por la que pasa el intérprete de 8 millas (Curtis Hanson, 2002) supone el denominador común de los diecinueve cortes de los que consta Revival.
Según los expertos en literatura, es más posible que un creador elabore una obra maestra en medio del sufrimiento, que hacerlo subyugado por las musas felices. Una realidad que, aplicada a Revival, podría explicar el desinflado tono general de este compacto; machacado por el irregular estilismo de las modas masificadoras.
Eminem ya no es un joven con ganas de asaltar la cima de la industria discográfica; ahora es un padre de familia, con su propio espectáculo y entrevistas en los canales televisivos más seguidos en USA. Esto ha desembocado en una variación circunstancial de la rabia que antaño exhibía el rapero norteamericano, quien ha amoldado su descontento pretérito a la situación de un hombre que dedica sentidas cartas de apego emocional a su hija.
Sin embargo, el autor del otrora virulento Infinity no posee la elegancia melódica de Snoop Dog, ni la visión irreductible de Drake; y sus limitaciones a la hora de reinventarse quedan manifestadas ampliamente en songs tan discordantes como Walk On Water y River.
No obstante, y pese a las grises aportaciones de esta faz menos calenturienta del rapero estadounidense, la ayuda en la producción de Rick Rubin, Skylar Grey y Dr. Dre consigue evitar la precipitación del disco a los abismos de la intrascendencia.
La colaboración de estos gurús de las ondas logra salvar de la quema total al descafeinado Revival, y estimula la percepción sensorial con un puñado de tracks de salvación recomendada; tales como Chloraseptic, Tragics Endings, Nowehere Fast o Bad Husband.
Un espejismo de pequeños efluvios que se diluye ante los contoneos verbales de un Eminem empeñado en malgastar su elocuencia rapera con críticas facilonas a la era de Donald Trump, o con narraciones sexuales que parecen salidas de la boca de un adolescente con ganas de sonrojar a sus mayores.
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