D. H. Lawrence lleva la mina al National Theatre de Londres
D. H. Lawrence, autor maldito para los temerosos inquisidores de las libertades creativas, congela con hiel existencial las entrañas del NT, a través de la escenificación de Husbands and Sons. El libreto que se puede disfrutar en el centro capitalino, según la adaptación de Ben Power, muestra fielmente el universo oscuro y salvaje que ilustró con palabras de esparto el responsable de El amante de Lady Chatterley.

Hay noches en las que el frío no se puede aplacar ni con calderos de deseos humanos. En esas penumbras opacas y pétreas, es cuando los cuerpos apergaminan sus esperanzas ante el fuego despiadado de la realidad, y donde los personajes de D. H. Lawrence adquieren los rasgos reconocibles de las conciencias silenciadas.
Incomprendido en su tiempo por ser considerado demasiado explícito en sus pasiones de papel, el escritor y poeta nacido en Eastwood (pueblo minero ubicado entre Derbyshire y Nottinghamshire, en el que transcurre la historia de Husbands and Sons) es ahora uno de los grandes nombres de las letras británicas, motivo más que suficiente para que sus obras estén en continuo curso de actualización.

La última de esas revisiones necesarias ha sido para la llamada trilogía eduardina, comprendida por A Collier’s Friday Night, The Daughter-in-Law y The Widowing of Mrs. Holroyd. Un cuadro a tres láminas compuesto por de seres humanos carcomidos por la frustración y el hollín, a los que concita el National Theatre en la urbe del Támesis hasta el próximo 10 de febrero, dentro de la materialización tenebrista de Husbands and Sons.
D. H. LAWRENCE QUITA LAS MÁSCARAS DE LA ELEGANCIA
En 1960, el cineasta Jack Cardiff convirtió Hijos y amantes en un acerado largometraje. La película, una excelente pieza calzada con el costumbrismo tradicional made in England y con toques de Free Cinema, no tuvo que modificar mucho el discurso original de un writer caracterizado por lucir la piel huidiza de los visionarios, siempre maquillada con escamas de simbolismo infernal.

Todos esos antecedentes fílmicos parecen haber hecho mella en el trabajo de la veterana directora Marianne Elliott; y lo que ha resultado es un paseo macabro y aguerrido a través de paisajes plagados de sueños rotos, ilusiones perdidas que mantienen en alza las frases delatoras de los que no se resignan a su propia degradación.
Allí, entre desconchones de odio asumido, pasa sus días Lizzie Holroyd (Anne-Marie Duff): una mujer ajada por la rutina, la cual tiene que malgastar sus pizcas de feminidad con un marido alcohólico llamado Charles (Martin Marquez). Un infierno de bañeras candentes y cacerolas humeantes, que contribuye a hacer más llevadero la presencia de un joven y atractivo electricista.
Pero ellos no son los únicos que sufren la pulmonía amarga de Eastwood. También tienen que contar lo suyo Maggie Pearson (Cassie Bradley), Joe Gascoigne (Matthew Barker), Minnie Gascoigne (Louise Bradley) y el violento Walter Lambert (Lloyd Hutchinson), entre otros habitantes de ese enclave de reproches medioambientales.

Esta fauna humana adquiere las pinceladas de los demonios sin máscaras que les otorgó David Herbert Richard Lawrence, mediante el suave toque de Ben Power. Conjunto proteico de carnavalescas poses que exorciza un montaje acertadamente minimalista, y en el que queda en primer plano el negro profundo que surca las vidas de los que acampan por el libreto. Un montón de páginas enlazadas por el talento oprimido de un autor que solo pretendió dar un poco de vulnerable sudor a sus acartonados coetáneos, inmersos en una sociedad con demasiados sepulcros blanqueados.
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