“No Man’s Land” descubre en Madrid dónde está el país de las sombras

Con los escombros de la Tierra baldía, diseñados por el poeta Thomas Stearns Eliot (T.S. Eliot), Harold Pinter (Londres, 1930- 2008) construyó su particular monumento a la derrota humana, a esos seres abrigados con mantas de decadencia y cansancio: autómatas del desencanto, que protagonizaron muchos de los renglones retorcidos del dramaturgo anglosajón. Los senderos de ese inmueble -ennegrecido por los gritos al viento- están conformados con guijarros de pecados y vallas almidonadas con las maderas de la desilusión. “En la tierra de nadie no hay movimiento alguno, ni cambio, ni decrepitud, ni recuerdos, ni eternidad. Sólo existe el aquí…el silencio…”. Y así, según el epitafio esgrimido por el autor de La huella, emprende su odisea con vapores etílicos No Man’s Land (la obra que coloniza, hasta el próximo 2 de febrero, la Sala 1 de las Naves del Matadero de Madrid).

Una casa de beodos
Cuando Tierra de Nadie fue presentada al público del mítico Old Vic Theatre, en 1975, lo que los asistentes descubrieron fue una especie de radiografía de una sociedad alejada de la felicidad, condenada a la autodestrucción por su propia existencia. Un padecimiento colectivo, que el grupo Pink Floyd identificó -dentro de la letra de una de sus canciones- como la desesperación del pueblo británico, virtud que la pluma de Pinter metamorfoseó en confesión sangrante compuesta por dos actos.

Una fiesta cargada de reproches, un hogar de incendiadas pasiones ubicado en el barrio de Hampstead (prisión figurada con espíritu a El ángel exterminador de Buñuel, que abre sus pústulas en el centro de la urbe del Támesis), y cuatro personajes con arrugas de complejos guardados en los arcones del pasado, pintados de blanco y negro y con marco de cartón húmedo. Esos son los ingredientes que el compatriota de William Shakespeare mezcló con inusitada eficacia en el mortero de su genialidad desbordante. Cuenco de esencias sensibles, del que salieron conveniente horneados el egocéntrico Hirst, el amargado Spooner, y los extraños y discordantes Foster y Briggs.

Semejantes coordenadas creativas les sirvieron a los legendarios Ralph Richardson y John Gielgud para sacar resina candente de los recovecos de Hirst y Spooner, unidos en una versión de la pieza difícil de igualar. Un hito de la escena internacional que no ha obsesionado especialmente al director Xavier Albertí, quien convoca las palabras de Pinter desde la óptica primigenia con la que fueron concebidas, sin paños calientes, crudas e irónicas.

“Tierra de nadie es uno de los viajes más fascinantes e ideológicos del teatro contemporáneo, en términos de vivir la vida con una fuerza que sólo puede lograrse cuando se guarda absoluta fidelidad a uno mismo. En definitiva, se trata de un sitio de ambigüedad y líneas borrosas, donde las identidades se ponen en peligro y, al mismo tiempo, se reconstruyen”, afirma Albertí, en la página web de las Naves del Español. Una aventura de arriesgadas proporciones, y discurso contundente, en la que comparecen reales y vulnerables Lluís Homar, Josep María Pou, Ramón Pujol y David Selvas.

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