Van Dongen monta su fiesta en el Museo de Arte Moderno de París

“La bohemia, momentos de diversión y de dolor…”. La voz aterciopelada y melancólica de Charles Aznavour popularizó esta letra en la Francia del blanco y negro y los recuerdos de las luces degradadas. El tiempo de rosas y espinas, en que la creatividad estallaba en bombardeos pigmentados por paletas maestras, pasó como de puntillas; y transformó a París tras su desaparición en un lugar más vulgar, más teñido con la pátina envolvente de la rutina.

Uno de los últimos anfitriones de la magia escénica y cromática en la Ciudad de la Luz, de los pinceles en continua rebeldía y de los lienzos ajenos a cualquier concepto de moralidad reinante, fue el holandés Kees van Dongen (Róterdam, Países Bajos, 1877- Mónaco, 1968), quien hizo de su residencia en la capital del imperio de la Marsellesa un lugar de regocijo para la genialidad, un refugio en el que cabía cualquier forma de expresión y pensamiento siempre que fueran abiertamente bohemios, derrochadores de novedad frente al clasicismo y al aburrimiento academicista.

Hasta el próximo 17 de julio, el Museo de Arte Moderno parisino rinde homenaje a este señor tulipán, que se bandeó con soltura y adecuada pose distraída por distintos movimientos e inspiraciones pictóricas; siempre buscando maneras de reírse a través de los laberintos del cuadro, todo con el fin de centrar su caudal interior; captando imágenes que llenaban sus sueños de cromatismo hiriente.

Cerca de noventa obras componen la muestra Van Dongen, el pintor –planificada en colaboración con Le Musée Boijmas-, en un intento declarado por recuperar la riqueza artística del creador escénico en su etapa más fructífera: la que se extendió entre 1895 y 1931.

Las mujeres fantasmales y polémicas del fantasioso neerlandés vuelven a tornarse con la vida de lo prohibido en las salas del centro capitalino; mientras sus curvas generosas revelan la pasión caprichosamente fauvista y neoexpresionista de un hombre aparentemente preocupado por satisfacer -durante toda su existencia- su necesidad de divertirse a través de su profesión. Las huellas imperecederas de Edgar Degas y Toulouse-Lautrec se esfuerzan por sobrevivir en las miradas sin fondo de las señoras que conforman el ideario femenino del pintor y ceramista; mientras que la sátira y la ironía se fugan en cuanto tienen ocasión, para enseñar al espectador la capacidad crítica de este dandi que hizo del barrio de Montparnasse un enclave -en el periodo de entreguerras- destinado a las fiestas y el desenfreno.

Anarquista declarado, el acercamiento de Van Dongen a las tesis del nazismo hizo que el antiguo militante del grupo Die Brücke perdiera el favor del público y de los coleccionistas a partir de 1931; quienes le empezaron a considerar como un tipo excéntrico y vacío, cada vez más alejado de las modas predominantes. Esta pérdida de peso social, unida a la caída en picado de su estilo plástico reprodcutor de motivos añejos y alejados de las vanguardias, provocó que los últimos años del holandés fueran un peregrinaje lacerante, tendente a borrar la importancia de su figura.

No duraron mucho los días de bohemia y locura irracional en el arco vivencial del natural de Róterdam; pero el tiempo que permaneció, lo aprovechó al máximo; sin importarle lo más mínimo tomarse a mofa movimientos como el iniciático Cubismo y líderes culturales tan reputados como Picasso. Pocas cosas se tomó realmente en serio Kees van Dongen; aunque, en medio de la euforia desmitificadora del proceso creativo, este individuo inclasificable y fiestero logró desarrollar un trabajo de incuestionable hondura, que ahora se puede contemplar en su amplitud en el interior del Museo de Arte Moderno de su amada París.

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